¿Lo técnico como factor de
deshumanización?
Is the technical a factor of dehumanition?
Alfredo Marcos amarcos@fyl.uva.es
Universidad de Valladolid, España
Cuadernos de Pensamiento, núm. 35, pp. 53-70, 2022
Fundación Universitaria Española
DOI: https://doi.org/10.51743/cpe.340
Resumen: Con frecuencia se
asume que el desarrollo técnico implica un riesgo de deshumanización. En su
versión divulgativa, esta tesis se presenta como el peligro de que el ser
humano sea sustituido por máquinas o que acabe esclavizado por las mismas o
quizá fusionado con ellas. Lo que aquí sostengo es que lo técnico está en la
entraña de lo humano, y que solo los usos e interpretaciones inadecuados de lo
técnico y de lo propiamente humano pueden producir deshumanización.
Curiosamente, el riesgo de deshumanización procede antes de una antropología
desnortada que de lo técnico mismo. Guiado por esta idea, trato de esbozar el
sentido de una vida propiamente humana, así como la posición de lo técnico al
servicio de la misma. Sugiero, por último, que una actitud de serenidad ante lo
técnico, propiciada por prácticas como el llamado silencio tecnológico, supone
un antídoto adecuado contra el mencionado riesgo de deshumanización.
Abstract:It is often assumed that technical development carries a risk of dehumanization. In its most popular versions, this thesis is presented as the danger that the human being will be replaced by machines or end up enslaved by them or perhaps merged with them. What I maintain here is that the technical is in the core of the human, and that only the inappropriate uses and interpretations of the technical and of the properly human can produce dehumanization. Curiously, the risk of dehumanization comes from a disoriented anthropology rather than from the technical itself. Guided by this idea, I try to outline the meaning of a properly human life, as well as the position of the technical at its service. I suggest, finally, that an attitude of serenity towards the technical, propitiated by practices such as the so-called technological silence, supposes an adequate antidote against the mentioned risk of dehumanization.
Keywords:anthropotechnics, human nature, meaning,
serenity, technological silence.
1. Introducción
Hay un texto muy frecuentado de
Kant, en la conclusión de la Crítica de la razón práctica, que dice así: “Dos
cosas llenan mi ánimo de creciente admiración y respeto a medida que pienso y
profundizo en ellas: el cielo estrellado sobre mí y la ley moral dentro de mí.
Son cosas ambas que no debo buscar fuera de mi círculo visual […], las veo ante
mí y las enlazo directamente con la conciencia de mi existencia” (1977,
171). La belleza de este fragmento reside en su carácter inagotable. Cada
vez que uno lo lee encuentra enseñanzas nuevas. Hace poco, al pasar sobre él,
reparé en lo fácil que debía de resultarle al profesor de Königsberg, fallecido
décadas antes de la invención de la luz eléctrica, asombrarse en la
contemplación del cielo estrellado sobre su cabeza. Cualquier noche despejada,
en cualquier paseo por los aledaños de su casa, seguramente se elevaba sobre él
una bóveda celeste densísimamente poblada. Y, por comparación, ¡qué difícil es
para nosotros asistir a un paisaje similar!, ¡cuánto hemos de buscar, qué lejos
tenemos que ir para observar cielos como los que en su día arroparon a Immanuel
Kant! E inmediatamente brota la pregunta que el lector ya habrá anticipado: ¿no
sucederá algo análogo con la ley moral?
Las citadas líneas de Kant
enfatizan la condición evidente de estas “dos cosas”. Lo hacen apelando al
sentido de la vista, ora literalmente, cuando de cielo estrellado se trata, ora
como metáfora, cuando de moral hablamos. Tú solo mira, ahí están. “Las veo ante
mí”. Esto escribió el prusiano por 1788. Hoy, un invento tan benéfico como la
bombilla ha desparramado luces por casi toda la superficie de la Tierra. Con
ello hemos perdido de vista el cielo estrellado. O, más bien, se nos esconde y
hace remiso, tenemos que salir a buscarlo lejos y a duras penas. Ahí sigue,
esperando una ojeada nuestra, pero ya no es tan sencillo detectarlo dentro “de
mi círculo visual”.
Desde las horas de Kant hasta las
nuestras, una miríada de ingenios técnicos han ido cayendo sobre el mundo de la
vida. Tal vez con ello se haya ido opacando paulatinamente también nuestra
visión de la ley moral. Quizá hemos llegado a pensar que lo técnico podría
llegar a reemplazar a lo moral. Que el deber moral ha de ajustarse al poder
técnico. Pero ya hemos aprendido que una candela eléctrica no es un astro, ni
un puñado de ellas forman constelación ni galaxia, que un foco, por vatios que
le echemos, no ilumina ni calienta como el sol de Platón. Prolonguemos ahora la
analogía. Tampoco lo técnico, con todas sus indudables bendiciones, alcanza a
suplantar lo moral. Tampoco lo moral ha desaparecido por completo. Quizá espera
discretamente a que nuestra mirada decida escrutarlo. Solo que ahora la tarea
se ha vuelto difícil, se nos impone buscar con detenimiento para poder ver. Tal
vez en una sociedad como la que conoció Kant, solo había que levantar la vista
del suelo para ver la ley moral. Kant nos dice que la encontró dentro. Dentro,
sí, pero dentro de alguien que se había criado en medio de una sociedad atenta
a la ley moral, empapada en una ley que simplemente se vivía como ley natural.
Y seguramente la belleza de esta ley corría pareja a la del cielo estrellado,
con la misma capacidad para producir “admiración y respeto”. ¿Podríamos, aun
hoy, deslumbrados como estamos por lo técnico, atisbar ese paisaje moral,
disfrutar y asombrarnos ante él como ante un espeso campo de estrellas?
Exprimamos aun, con cierto
descaro hermenéutico, las palabras que Kant nos regala, hasta intuir la
respuesta. “Dentro de mí”, dice. Pero no tenemos por qué pensar en la intimidad
de un yo cartesiano, de un sujeto solitario e introvertido, ni de un escuálido
yo trascendental. “Dentro de mí” también quiere decir dentro de cada persona de
carne y hueso, dentro de todos y de cada uno de nosotros, sociales como somos
por naturaleza, dependientes los unos de los otros incluso para construir
nuestra autonomía moral. “Dentro de mí” puede indicarnos aquí la dirección en
la que hemos de mirar hoy para encontrar, más allá de lo técnico, el genuino
asombro moral y, de paso, el sentido auténtico de lo técnico: miremos hacia
nuestra común naturaleza humana.
La sabiduría sobre la naturaleza
humana es la que puede ayudarnos a colocar lo técnico en su sitio, a darle el
valor y la función que en justicia merece. Lo técnico ha de estar al servicio
de la vida humana, para hacerla cada vez más propiamente humana. Cuando la
común naturaleza humana es negada o desvirtuada, se produce una inversión de
fines y medios, los seres humanos pasan a ponerse al servicio de una tecnología
desnortada, deshumanizada. Pero el problema no es lo técnico como tal, sino el
contexto interpretativo en el que se usa, un contexto de ignorancia sobre la
naturaleza humana. Veamos cuáles son los síntomas y las posibles causas de esta
dolencia de nuestros días.
2. La deshumanización y lo
técnico
Lo técnico se ha ido concretando
históricamente en diversas modalidades, que van desde las técnicas
tradicionales, pasando por la tecnología, la tecnociencia y la biotecnología,
hasta las más recientes propuestas antropotécnicas. Todas estas modalidades de
lo técnico coexisten en nuestros días, pero con la aparición de las más
recientes el riesgo de deshumanización se ha ido incrementando. Es mínimo
cuando nos referimos a las técnicas tradicionales, y alcanza un máximo con la
llegada de las nuevas antropotecnias. Pero también existe dicho riesgo en las
modalidades intermedias de lo técnico.
Reparemos, por ejemplo, en las
tensiones deshumanizadoras que sufre actualmente esa simbiosis entre ciencia y
técnica que llamamos tecnociencia. Existe una tendencia a la deshumanización
del sujeto mismo que hace tecnociencia (Marcos,
2020). Así, las prácticas tecnocientíficas se realizan en un contexto cada
vez más automatizado. Los propios objetivos de la tecnociencia parecen haber
girado, desde la intelección del mundo, hacia la obtención y procesamiento de
grandes cantidades de datos (big data). Pero, en el momento en que se prescinde
de una estimación prudencial —humana, por tanto— de la relevancia y del
sentido, todo dato reviste la misma importancia que cualquier otro y se ha de
emprender una búsqueda exhaustiva, combinatoria y automática. Esta forma de
entender la tecnociencia amenaza con desplazar todo lo que va más allá de un
mero registro y combinación de elementos, es decir, lo que tiene que ver con la
genuina creatividad, con la esfera emocional, con las intuiciones y la experiencia
vivida, con el sentido, la relevancia y los valores, incluidos los de carácter
moral y estético, con la reflexión y con la conversación.
El propio concepto de
inteligencia artificial (IA), tan vigente hoy día, tergiversa y deshumaniza la
noción misma de inteligencia. Habría que proponer, pues, una denominación
mejor, que no condujese a confusión. “El término inteligencia artificial —recuerda
Katharina Zweig, del Laboratorio de Responsabilidad Algorítmica de la
Universidad de Kaiserslautern— surgió en los años cincuenta, cuando los
científicos querían recaudar dinero para sus investigaciones. Pensaron que
sonaba a algo que el Estado fomentaría de buen grado. Y ahora pendemos de este
nombre. La mayoría de los científicos informáticos lo encuentran inapropiado” (Hopffgarten,
2021, 69). Pero ninguna máquina entiende, ni conoce, ni aprende. Sí las
personas, con ayuda, a veces, de las máquinas. O sea, las personas también
forman parte de los sistemas de IA, como diseñadores, mantenedores, usuarios,
supervisores, legisladores… Es en estas personas, y no en la parte artificial,
en las que reside la inteligencia de estos sistemas. Las máquinas no pueden ser
inteligentes. Esta limitación no responde a un problema técnico que pueda ser
subsanado, sino a una cuestión ontológica. La IA puede ayudarnos a resolver
múltiples problemas (cómputo, geolocalización, logística, asistencia
telefónica, asistencia al diagnóstico médico, a la publicidad y un largo
etcétera). Pero estos problemas no lo son para la parte artificial del sistema,
sino para el diseñador o para el usuario del mismo.
A veces se caracteriza la llamada
IA por su capacidad de simulación. Simula funciones propias de la inteligencia
humana, se dice. Pero simular la inteligencia no es lo mismo que ser
inteligente. La simulación, además, consta solo como tal para el ser humano que
la observa, no para la máquina. Por otro lado, la propia noción de función
remite inexorablemente a la de un ser para la cual un efecto dado es funcional.
Fuera del marco humano, las luces que se encienden en una pantalla o los
movimientos de un robot son meros efectos, no cumplen funciones. Es el punto de
vista humano el que cambia su ontología.
Porque, ¿qué imaginamos que
sucedería si el ser humano fuese reemplazado por máquinas llamadas
inteligentes? Para algunos, esto ocurrirá a partir del punto que llaman
singularidad. Desde ahí las máquinas generarían otras máquinas más listas, un
mundo post-humano controlado por robots. Pero las máquinas dejadas a sí mismas
pronto decaen en simples sistemas físicos. Los datos son datos acerca de algo,
la inteligencia lo es de algo, la información lo es sobre algo. Son entidades
semióticas, intencionales. En cambio, el estado electromagnético (o cuántico)
de un computador no es de por sí un dato, a menos que una persona lo relaciones
con un significado. Sin personas, un sistema de IA deja inmediatamente de ser
inteligente. A la hora de enfrentarnos a fenómeno complejos, tenemos que echar
mano, sí, de la fuerza bruta de computación, pero también de toda la
imaginación, creatividad, intuición y prudencia de que sea capaz el ser humano.
Si lo olvidamos, acabaremos dando por bueno que una máquina puede pensar y, en justa
correspondencia, que el pensamiento humano es poco más que la implementación de
un algoritmo sobre unas cuantas neuronas. En este caso, ni siquiera es la
tecnología la que nos deshumaniza, sino una errónea interpretación de la misma,
que comienza por un nombre desafortunado, y una lectura desacertada de lo que
es un ser humano.
Pero quizá el vector de
deshumanización más potente lo encontramos hoy día en el mal uso de las
llamadas antropotecnias, es decir, de toda una pléyade de tecnologías (info y
bio) que convergen en su aplicación sobre el ser humano para modificarlo. Hay
quien dice que para mejorarlo. Los proyectos trans y post humanistas apuntan
precisamente hacia la disolución de lo humano mediante las antropotecnias.
Aclaremos que algunas de las antropotecnias pueden ser utilizadas sensatamente
para la mejora de la vida humana, es decir, para hacer que esta resulte más
propiamente humana. Pero este uso sensato no encaja bien en la agenda
transhumanista, cuyo objetivo declarado consiste no en mejorar la vida humana,
sino en transformar al ser humano. Se trata, pues, de un auténtico proyecto
deshumanizador para el cual incluso lo tecnológico resulta circunstancial,
mientras que lo nuclear parece ser la propia disolución de lo humano (Marcos,
2018; Marcos
y Pérez, 2019).
Añadamos a ello que las
aplicaciones de lo técnico pueden transformar nuestro entorno natural hasta
hacerlo hostil a los requerimientos propios de una ecología humana (Marcos
y Valera, 2022). También en este aspecto se puede hablar del mal uso de lo
técnico como agente deshumanizador.
En líneas generales, observamos
que el fenómeno contemporáneo de la deshumanización no tenemos por qué
atribuirlo directamente al desarrollo de lo técnico, sino a su mala
interpretación y uso. Se trata, en el fondo, más de una desorientación
filosófica que de un defecto de lo técnico. En esta línea, y entre las posibles
causas de la deshumanización, propongo considerar dos: una ontología
naturalista y una antropología errática. Me refiero a una ontología que reduce
todo lo existente a lo natural, y, en realidad, a lo material (Soler,
2013). Si se acepta un naturalismo radical, es muy improbable que lo
técnico pueda reconocer su pluralidad interna y sus límites externos. Será
improbable, por tanto, que busque interlocutores legítimos para cooperar en la
compleja tarea del conocimiento. A los ojos del naturalista radical, las
fuentes de conocimiento externas a la tecnociencia resultarán, en el mejor de
los casos, provisionales y superficiales, cuando no directamente ilegítimas. En
cambio, una auténtica comprensión del ser humano exigirá abrir investigaciones
plurales, en muy diversos niveles y con muy distintas metodologías.
La otra raíz de la
deshumanización hay que buscarla en una antropología que calificábamos como
errática. En nuestros días la moda intelectual oscila entre la negación
existencialista o nihilista de la naturaleza humana y una naturalización
radical de la misma. Ambas posiciones extremas, aunque aparentemente opuestas,
tienen implicaciones prácticas similares. La negación de la naturaleza humana
invita a su construcción técnica, mientras que la naturalización radical de la
naturaleza humana la hace técnicamente tan disponible como lo sea cualquier
otro objeto natural. En ambos casos se impone una antropotecnia sin límites ni
criterios, una deshumanización del ser humano por la vía de la
artificialización irrestricta del mismo. Digo sin criterio, pues tanto el
nihilista como el naturalista radical han renunciado a una noción normativa de
naturaleza humana.
3. Lo técnico al servicio de
una vida propiamente humana
Si las causas son filosóficas,
quizá también hayan de serlos los remedios. Así pues, tras la exposición de las
coordenadas del problema de la deshumanización, veamos algunas ideas
filosóficas que quizá puedan ayudar a ponerlo en vías de solución. Más abajo
(sección 4) me referiré a algunas prácticas inspiradas en estas ideas, pero
comencemos ahora por las ideas mismas. En primer lugar, parece que una
ontología pluralista puede paliar las tendencias deshumanizadoras. Una
ontología de este corte armoniza con el fomento de una pluralidad de fuentes
epistémicas legítimas, algunas de ellas situadas más allá de los límites de la
tecnociencia y en interacción con esta; armoniza asimismo con una amplia
diversidad metodológica. Es decir, desde una actitud pluralista en ontología lo
humano adquiere perfiles propios, no resulta sin más reductible a materia en
movimiento, y puede ser estudiado con métodos diversos y adecuados a su
naturaleza. En segundo lugar, la deshumanización se combate mostrando la
función irremplazable de las personas en la producción de lo técnico, la cual
implica desde el comienzo acción personal. En tercer lugar, argumentaré a favor
de una idea orientadora de naturaleza humana. Dicha idea puede servir como
criterio para el empleo de las antropotecnias y, en esta línea, puede
protegernos del riesgo de deshumanización que generan estas cuando se aplican
sin ninguna orientación normativa sensata. En suma, se trata usar las
antropotecnias para mejorar la vida humana, es decir, para hacerla más propiamente
humana, no para trascender lo humano.
La deshumanización se combate,
para empezar, desde las raíces ontológicas, con la asunción de una ontología
pluralista en la que tengan cabida las muy diversas entidades que conforman la
abundancia de lo real (Feyerabend,
1999), entre las que se cuentan las fuerzas básicas y los elementos
materiales, los vivientes, plantas, animales y también las personas. Las
personas están dotadas de una conciencia subjetiva que les permite hacer
ciencia y buscar aplicaciones técnicas, pero que probablemente queda más allá
de los límites de lo tecnocientífico (Arana,
2015). La tecnociencia no solo tiene límites, sino que nace precisamente de
un proceso metodológico de limitación (Marcos,
2014). Galileo sentó las bases metodológicas de la ciencia moderna al
limitar los aspectos de la realidad que iba a poner bajo escrutinio. Pues bien,
la aceptación de límites obliga, al mismo tiempo, a reconocer la existencia de
otras fuentes de conocimiento y de otras prácticas tan legítimas como puedan
ser las tecnológicas, pero exteriores a las mismas. Este reconocimiento invita,
asimismo, a la colaboración entre lo técnico y esos otros ámbitos de la vida
humana que también aportan conocimiento y orientación a la praxis. Pienso, por
ejemplo, en las tradiciones sapienciales, en el sentido común y experiencia
cotidiana, en la religión, en ciertas ideas filosóficas y morales.
En segundo lugar, creo que se
debe enfatizar la función insustituible de las personas en la producción de lo
técnico, que no puede sostenerse por sí mismo. Lo técnico deriva de una acción
personal, en la que se ven involucradas, en mayor o menor medida, todas las
facetas de la persona (Marcos,
2014a). Cuando la técnica entra en cooperación y simbiosis con la ciencia,
entonces la tendencia a la deshumanización se ve también favorecida por una
mala comprensión del método científico y del concepto de objetividad. Pudiera
parecer que la objetividad de lo tecnocientífico se obtiene mediante la
supresión o estandarización de todo lo subjetivo y su sustitución por alguna
suerte de método automáticamente ejecutable. Lo cierto, más bien, es que el
polo subjetivo-personal es condición necesaria para la construcción de la
objetividad tecnocientífica. Los aspectos personales del sujeto permiten
precisamente la creatividad y el juicio prudencial tan imprescindibles para la
producción de una tecnociencia inteligente, comunicable y útil. Y en las fases
más tecnológicas de la investigación, sabemos que no existe casi nunca la
posibilidad de aplicación automática de una teoría a la resolución de problemas
prácticos, sino que dicha aplicación requiere de un cierto arte, de una
tradición compleja, no resulta de una simple traslación mecánica de la ciencia
teórica, sino que exige la contribución equilibrada de un gran número de
capacidades humanas, incluidas las de tipo moral.
Así pues, el éxito de la
tecnociencia, en términos de verdad y de utilidad, dependerá de una correcta
dosificación en el uso de cada una de nuestras facultades personales en cada
momento de la investigación. Y para encontrar las dosis y los ritmos correctos
hemos de contar con la razón prudencial. Si reconocemos la insoslayable
condición personal de la investigación tecnocientífica, es más, si reconocemos
que la objetividad de la tecnociencia es precisamente el fruto de la acción
sensata de las personas, tendremos un remedio más contra las tendencias
deshumanizadoras.
En tercer lugar, no se puede
olvidar que la naturaleza humana funciona como una instancia normativa
imprescindible. Si no se respeta dicha naturaleza y no se toma como referencia,
lo técnico pierde su sentido y se vuelve estéril. Podría producir cambios en el
mundo, y específicamente en lo humano, pero dichos cambios no pueden ya
reputarse como mejoras, pues destruyen precisamente toda posibilidad de
referencia normativa común.
El sentido común y la tradición
aristotélica, en cambio, abogan por una concepción normativa de la naturaleza
humana, con sus aspectos animales, sociales y espirituales. Estas tres
dimensiones de lo humano no son reductibles entre sí ni están meramente yuxtapuestas.
Cada una de ellas impregna completamente a las otras dos. Además, hemos de
tener siempre presente que lo humano se da de manera integral, unitaria,
indivisible en cada persona. La naturaleza humana, así entendida, da un sentido
y un programa a lo técnico, que ha de ponerse al servicio de la salud de las
personas y de su entorno, al servicio de una convivencia social justa y
pacífica, y al servicio también de las posibilidades de un desarrollo
espiritual pleno, en suma, al servicio de la integridad de cada persona.
4. Sentido, actitud y silencio
La modernidad tuvo éxito en el
plano instrumental, multiplicó nuestras capacidades técnicas como no se había
visto jamás antes, pero resultó un fracaso en cuanto al sentido. Tenemos las
herramientas, pero estamos desconcertados en cuanto a los fines. Y el caso es
que el ser humano precisa de lo técnico para vivir y desarrollarse en todas sus
dimensiones. Lo técnico, entonces, cobra sentido cuando es puesto precisamente
al servicio del desarrollo humano. Si aceptamos la definición clásica
aristotélica del ser humano como animal social y racional, tenemos que
reconocer que ninguna de estas tres dimensiones se cumple sin el auxilio de lo
técnico. La evolución del ser humano, tanto en su aspecto de hominización como
en el de humanización, ha estado mediada por lo técnico. Nuestro propio cuerpo
está configurado en correlación con nuestras técnicas más primitivas, como el
fuego y las herramientas líticas, y no sería funcional sin ellas.
Tampoco los aspectos sociales del
ser humano se cumplirían plenamente sin el concurso de lo técnico. Una buena
parte de las innovaciones técnicas de todos los tiempos han consistido
precisamente en sistemas de comunicación, que han servido para urdir la sociedad
humana. Recordemos las técnicas que van desde la escritura hasta la telefonía e
internet, pasando, entre otras, por la imprenta.
También el aspecto racional o
espiritual del ser humano está marcado por lo técnico. De hecho, la técnica no
es solo una modalidad de la acción productiva, sino también una forma de
exploración de la realidad, un modo de ampliar nuestra sabiduría, una manera de
internarnos en los espacios de posibilidad reales que no resultan actualizados
por la mera acción de la naturaleza. La técnica -llamada entre los latinos ars-
también nos aproxima al universo espiritual de la belleza. Y el arte —llamado
techne por los griegos— nos sirve para explorar no solo el mundo de lo posible,
del poder-ser, sino también el mundo del deber-ser y de los valores morales.
Al parecer, necesitamos de lo
técnico para cumplirnos como seres humanos. Lo técnico, por su parte, encuentra
función y sentido en el apoyo que da a este cumplimiento. Pero, por otro lado,
paradójicamente, resulta, cuando es mal interpretado y mal usado, una fuerza de
deshumanización. ¿Cuál ha de ser pues nuestra actitud ante lo técnico, de
aceptación o rechazo?
Heidegger ha recomendado adoptar
una cierta actitud que dista del tecnologismo tanto como del ludismo. Una
actitud es una disposición estable para actuar de un cierto modo ante
circunstancias concretas variables. Cuando una actitud dada nos predispone a actuar
bien, decimos de ella que es una virtud. Y la actitud virtuosa que hemos de
desplegar ante lo técnico es llamada por Heidegger (1994,
27) serenidad (Gelassanheit): “Quiero nombrar esta actitud del simultáneo
sí y no al mundo técnico con unas viejas palabras: la serenidad ante las
cosas”. Es digno de mención el hecho de que todo el mundo digital esté basado
en la disyunción “sí o no”, es decir “0 ó 1”, mientras que Heidegger nos
propone precisamente la conjunción “sí y no” como epítome de la actitud
adecuada ante la técnica.
“Podemos dar el sí —continúa
Heidegger (1994,
27)— a la ineludible utilización de los objetos técnicos, y podemos a la
vez decir no en cuanto les prohibimos que exclusivamente nos planteen
exigencias, nos deformen, nos confundan y por último nos devasten”. Entiéndase
bien, no es que haya que salvar al hombre de la técnica. Jamás Heidegger (1994,
27) demoniza lo técnico: “Sería necio marchar ciegamente contra el mundo
técnico. Sería miope querer condenar el mundo técnico como obra del diablo.
Dependemos de los objetos técnicos”. Hay que salvar al hombre, eso sí, de una
actitud errónea ante la técnica, de una actitud irreflexiva, precipitada,
acrítica, poco libre: “Podemos, ciertamente, servirnos de los objetos técnicos
y, no obstante, y pese a su conveniente utilización, mantenernos tan libres de
ellos que queden siempre en desasimiento [loslassen] de nosotros” (1994,
27).
Usemos e interpretemos, pues, lo
técnico desde una actitud de serenidad. Usemos las tecnologías sin apego,
preservando siempre la esencia de lo humano, se nos dice. Bien, ¿pero esto cómo
se hace, en qué conductas concretas se sustancia?
Un primer paso en esta dirección
lo obtendremos mediante un ejercicio interpretativo aplicado a las palabras de
Heidegger. “Sí y no” a lo técnico. ¿Cómo lo interpretamos? Quizá Heidegger nos
está invitando a separar el trigo de la paja, a aplicar la naturaleza humana
como criba y criterio. Digamos sí a las técnicas y tecnologías que respeten
nuestra naturaleza y digamos no a aquellas otras que la devastan. Es esta una
interpretación fructífera. Nos sirve para impugnar todas las aplicaciones que
devasten al ser humano, como sucede con muchas de las antropotecnias que hoy
día son propuestas por el transhumanismo (Diéguez,
2021). También es útil para rechazar las tecnologías que devasten el medio
natural, la casa del ser humano y, con ello, la propia vida de este. Y, a la
vez, podemos seguir diciendo sí a lo técnico en general y a los usos concretos
de ello que remen a favor de una auténtica vida humana.
Pondremos un par de ejemplos para
que se aprecie hasta qué punto este criterio puede ser preciso y útil para
nuestras prácticas concretas. En el terreno de la biotecnología, siguiendo el
criterio en cuestión, deberíamos decir un sí enfático a las células somáticas
reprogramadas (iPS) y a la edición genética mediante CRISPR-Cas13, mientras que
tendríamos que decir no a otras biotecnologías que implican destrucción de
embriones humanos, conflictos de identidad o modificación del patrimonio
genético de la humanidad, como sucede, por ejemplo, con ciertas variantes de la
edición genética o con la clonación humana (Cox,
2017; Yamanaha,
2012).
Pero las tesis de Heidegger
admiten todavía otras interpretaciones. Pongamos ahora que el sí y el no puedan
referirse ambos a una y la misma aplicación tecnológica. Por supuesto, tendría
que ser una de las aplicaciones que han pasado el filtro anterior, es decir,
una aplicación legítima de la tecnología; de lo contrario, ya tendría un no
definitivo asignado. O sea, no se puede decir sí y no, por ejemplo, a la
clonación humana, que simplemente exige un no. Por otro lado, a ciertas
tecnologías simplemente no se les puede decir no. Una vez que disponemos de
ellas, su uso en las circunstancias pertinentes viene obligado. No sería
aceptable, como resulta bien obvio, que un hospital dejase de usar anestesia
dos días al mes en cada quirófano. Pero, si el dentista me dice que solo va a
tocar superficialmente una de mis piezas, puede resultar sensato que yo mismo
decida si quiero o no anestesia. Y, por supuesto, resulta aceptable que cada
uno decida la frecuencia con la que va a usar o dejar de usar el ordenador, el
automóvil, el aspirador, la segadora o el GPS.
Es decir, a ciertas aplicaciones
tecnológicas hay que decirles no, a otras, sí; pero existe una amplia franja de
aplicaciones tecnológicas a las que quizá convenga decir sí y no, según la
ocasión (kairós). Respecto de esta franja de lo técnico cabe ejercitar lo que
muy bien podríamos llamar una práctica de silencio tecnológico (Marcos,
2018a, 2020a).
El silencio tecnológico es, pues,
la interrupción deliberada y transitoria del uso de una determinada tecnología
legítima. Un caso paradigmático lo tendríamos en la desconexión temporal del
teléfono móvil. Se trata de una tecnología ubicua, que en sí misma no plantea
especiales problemas morales, que aporta, más bien, grandes ventajas prácticas
a la vida humana, pues permite la comunicación fluida entre las personas, así
como la obtención de datos y la ampliación de nuestro conocimiento de la
realidad y de la actualidad. Ahora bien, podría en algunos casos resultar
adecuado o beneficioso el prescindir transitoriamente de ella. De hecho, el uso
del concepto de silencio digital parte de la psicología clínica y está
relacionado con la desconexión de las redes sociales y de los instrumentos
digitales, como el celular o la tableta, que nos dan acceso a las mismas y que,
al parecer, pueden generar patologías por adición. No obstante, el enfoque aquí
es filosófico, anterior y en cierto modo independiente de las consideraciones
clínicas. Además, nuestro enfoque es más amplio, pues se refiere a todas las
tecnologías legítimas, y no solo a las de comunicación digital. Así, el
silencio tecnológico se extiende, gracias a una interpretación metafórica de la
noción de silencio, a todos los sectores y usos tecnológicos. Podremos hablar,
por ejemplo, de silencio tecnológico en relación con el uso del automóvil o del
ascensor y, en general, de cualquier tecnología legítima.
Todavía cabe alguna precisión más
respecto del concepto de silencio tecnológico. Y es que dejar de usar una
tecnología, aunque sea momentáneamente, implica usar otra, o al menos una
técnica. Si prescindimos de la telefonía móvil, probablemente será para usar la
fija, el correo postal, la radio o la prensa en papel. No hay un nivel de la
acción humana exento por completo de técnica. Si dejamos aparcado el coche, nos
desplazaremos en tranvía, en bicicleta o gracias a nuestro calzado. Prescindir
por completo de lo técnico implicaría evitar el uso del fuego y de los útiles
cortantes, lo cual es sencillamente incompatible con la vida humana, habida
cuenta de nuestras simples características anatómicas. Dicho de otro modo, los
humanos podemos aspirar a una cierta autonomía respecto de cada tecnología en
particular, pero no respecto de lo técnico en general. No es exactamente que
dependamos de lo técnico como de algo exterior a nosotros, es que por
naturaleza y circunstancias evolutivas somos seres técnicos. Humano significa
ya técnico.
Lo que merece la pena silenciar
de vez en cuando es la tecnología, algún uso o aplicación concreta de la misma.
Con ello podremos durante un instante recuperar una cierta sensación de
realidad, de conexión con nuestras bases biológicas e históricas, de autoconocimiento.
Y desde esta lucidez se puede regresar al uso de la tecnología en cuestión,
pero a un uso que será ya más libre y lúcido, menos obcecado y dependiente.
Gracias a estas prácticas de
silencio tecnológico desarrollamos la virtud de la serenidad ante lo técnico y,
con ello, facilitamos un uso y una interpretación sensata de lo mismo, le damos
el sentido que en justicia le corresponde, lo ponemos al servicio de una vida
más propiamente humana. Por esta vía práctica contribuimos también a minorar el
riesgo de deshumanización que un mal uso e interpretación de lo técnico
conlleva.
5. Resumen conclusivo
Para Kant el cielo estrellado
resultaba tan evidente como la ley moral. En nuestros días la iluminación
artificial dificulta la visión de muchas estrellas. Nos preguntamos, por
analogía, si lo técnico en general puede estar oscureciendo lo moral. Y cuando
aquí hablamos de lo moral, inmediatamente podemos hacerlo extensivo a todo lo
propiamente humano, dado que en Kant la moralidad caracteriza al ser humano, se
basa en su autonomía y fundamenta su dignidad. Es decir, nos preguntamos si lo
técnico está eclipsando lo humano, si el desarrollo técnico genera un proceso
de deshumanización.
He defendido aquí la tesis, en
respuesta a la anterior pregunta, de que no es lo técnico lo que deshumaniza,
sino una mala interpretación filosófica de lo técnico y de lo humano. Esta
incorrecta interpretación fomenta, además, usos inadecuados de lo técnico. La
deshumanización llega de la mano, pues, de ciertos usos e interpretaciones de
lo técnico, no de lo técnico como tal.
He distinguido varias modalidades
de lo técnico (técnicas, tecnologías, tecnociencias, biotecnologías,
antropotecnias) y recordado que algunas de ellas son más proclives que otras a
una mala interpretación y a un uso deshumanizante. Sucede, especialmente, con
las modalidades más recientes de lo técnico. Así, por ejemplo, la tecnociencia
puede pasar de ser comprendida como un ejercicio de intelección del mundo, de
aumento del conocimiento y de gestión sabia del mismo, a ser interpretada como
un proceso de colección de datos y de detección automática de correlaciones.
Hasta tal punto es así, que el propio concepto de inteligencia empieza a
degradarse con el adjetivo “artificial”. En el extremo del riesgo tenemos las
antropotecnias, que inciden sobre el ser humano, y muchas veces lo hacen para
bien, pero también pueden tener un efecto devastador cuando se asocian a una
interpretación incorrecta de lo humano, a una antropología desnortada.
Ante esta situación, he propuesto
en el texto varias ideas -además de ciertas prácticas- que pueden encauzar el
plano interpretativo y, con ello, reducir el riesgo de deshumanización. Entre
las ideas propuestas constan las relativas a una ontología pluralista y a una
antropología sensata, compatibles ambas con la realidad y dignidad de las
personas. Desde estas posiciones filosóficas se le puede dar un sentido
humanista a lo técnico: necesitamos de lo técnico para cumplirnos como seres
humanos, y lo técnico, por su parte, encuentra función y sentido en el apoyo
que da a este cumplimiento.
Entre las prácticas que pueden
ayudarnos en la lucha contra la deshumanización, he propuesto la del silencio
tecnológico, a través de la cual se puede cultivar la virtud que Heidegger
denomina serenidad (Gelassenheit) y que él mismo recomienda como actitud ante
lo técnico. Esta virtud es la que nos habilita para decir no a los usos e
interpretaciones de lo técnico que devasten la naturaleza humana, a decir sí a
aquellos usos e interpretaciones de lo técnico que contribuyan a hacer la vida
más propiamente humana.
6. Referencias bibliográficas
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Información adicional
Datos de autor: Catedrático
de Filosofía de la ciencia en la Universidad de Valladolid. Doctor en Filosofía
por la Universidad de Barcelona. Su docencia e investigación se centran en la
filosofía general de la ciencia, historia y comunicación de la ciencia,
filosofía de la biología, ética ambiental, bioética y estudios aristotélicos.
Ha sido director del Departamento de Filosofía. Ha pertenecido a diversos
comités hospitalarios de bioética y actualmente coordina, en la Universidad de
Valladolid, el Doctorado Interuniversitario en Lógica y Filosofía de la
Ciencia. Ha impartido clases y conferencias en numerosas universidades de
España, Colombia, Italia, México, Francia, Argentina y Polonia. Ha dirigido
diecisiete tesis doctorales. Ha publicado una docena de libros y un centenar de
artículos y capítulos. Algunas publicaciones: Ciencia y acción (Fondo de
Cultura Económica, colección Breviarios, México, 2010, reed. 2013, 2018;
traducido al italiano y al polaco); Postmodern Aristotle (Cambridge Scholars
Publishing, Newcastle, UK, 2012); Meditación de la naturaleza humana (BAC,
Madrid, 2018; en coautoría con Moisés Pérez); “La pregunta por el ser humano”,
Investigación y Ciencia, noviembre, 2020, nº 530, 68-74; “Philosophy of Science
and Philosophy: The Long Flight Home”, Axiomathes, 31, 695–702 (2021); Puede
encontrarse información detallada en: http://www.fyl.uva.es/~wfilosof/webMarcos/ (Error
1: El enlace externo www.fyl.uva.es/~wfilosof/webMarcos debe ser una URL)
(Error 2: La URL www.fyl.uva.es/~wfilosof/webMarcos no esta bien escrita)
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