En tiempos en que el vértigo informativo parece borrar a diario la memoria colectiva, vuelve a ser urgente revisar las lecciones más oscuras del siglo XX. Entre 1933 y 1945, Europa fue escenario del ascenso y la consolidación del nacionalsocialismo, una ideología totalitaria capaz de devorar desde dentro aquello que decía defender: la esencia misma de una nación. Aquella maquinaria política y militar no solo destruyó vidas y territorios, sino que desfiguró para siempre la conciencia moral de la humanidad.
El testimonio de esa época, lejos de pertenecer únicamente a los archivos o a los libros de historia, sigue hablándonos con una actualidad que resulta incómoda. Los protagonistas han cambiado, los países ya no son los mismos y los discursos adoptan otros ropajes. Pero las dinámicas que permiten el surgimiento del odio organizado —el racismo institucionalizado, la demonización del diferente, la exaltación de una supuesta superioridad de unos sobre otros— permanecen inquietantemente vigentes.
Hoy, en distintos continentes, vuelve a despertarse el “dragón de la intolerancia racial y religiosa”. Se reactivan discursos excluyentes, se señalan minorías, se justifican represiones. Y, una vez más, las guerras de exterminio y expansión resurgen bajo nuevos nombres y pretextos. La propaganda moderna, más sofisticada, emplea conceptos como pre-emptive invasion para encubrir lo que no deja de ser la vieja lógica imperial de ocupar territorios ajenos con justificaciones construidas a conveniencia.
En este contexto, las palabras de Thomas Mann —quien en su tiempo instó con firmeza a resistir cualquier atropello contra los derechos humanos— recuperan una urgencia que creíamos superada. Mann advertía que detrás de toda ideología que se proclama superior suele esconderse algo mucho más terrenal: la pequeñez moral de quienes buscan disfrazar su avaricia, su crueldad o su deseo ilimitado de poder bajo la retórica del heroísmo patriótico.
Recordar este pasado no es un ejercicio académico: es un acto de responsabilidad. Porque la historia demuestra que los totalitarismos no irrumpen de un día para otro; se construyen ladrillo a ladrillo, normalizando primero el rechazo, luego la exclusión y finalmente la violencia abierta. Y también demuestra que detenerlos ha requerido siempre valentía, solidaridad y, sobre todo, una ciudadanía dispuesta a no cerrar los ojos.
La pregunta que queda en el aire —la misma que sobrevolaba Europa en los años treinta— es si esta vez sabremos reaccionar a tiempo. La memoria es la herramienta más poderosa que poseemos para evitar que las heridas irreparables del pasado vuelvan a abrirse. Pero solo servirá si la mantenemos despierta.
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