La felicidad, ese antiguo y anhelado tesoro, ha sido uno de los objetivos fundamentales de la humanidad a lo largo de la historia. Pero en el contexto de la modernidad líquida, donde las certezas son escasas y las promesas de un "futuro mejor" se han desvanecido, la concepción de la felicidad ha cambiado radicalmente. Hoy, la búsqueda de la felicidad se ha desplazado del "futuro mejor" hacia el aquí y ahora, convirtiéndose en una cuestión eminentemente privada y efímera. Ya no se busca una estabilidad duradera ni un horizonte claro de bienestar colectivo, sino una serie de momentos aislados de satisfacción personal, en los que el placer se vive de manera individual y momentánea.
A diferencia de las visiones utópicas del pasado, que vinculaban la felicidad a la mejora colectiva y la creación de sociedades justas y perfectas, hoy la felicidad se entiende como algo profundamente individualista. El concepto de felicidad ya no está ligado a un futuro próspero ni a un bienestar estable y común. La felicidad es ahora un asunto privado, una serie de instantes fugaces de bienestar que cada uno debe perseguir de manera personal, sin esperar necesariamente que el bienestar de los demás se alinee con el propio.
En este contexto, el concepto de "felicidad compartida" ha perdido fuerza. Si bien los momentos de felicidad pueden experimentarse en compañía de otros, la posibilidad de compartir una vida de felicidad continua se ha vuelto cada vez más remota. El otro, aunque pueda ser parte de nuestro presente feliz, no es considerado una condición necesaria para nuestra satisfacción. Cada instante de felicidad es efímero, y con frecuencia, quien estuvo presente en ese momento se ausenta cuando se presenta la próxima oportunidad de placer. La felicidad ya no depende del "nosotros", sino del "yo", y su permanencia es tan incierta como los propios momentos de alegría.
Una de las transformaciones más notables en la concepción de la felicidad moderna es el cambio en la metáfora que usamos para describirla. En lugar de pensar en la felicidad como algo que se cultiva y se cosecha con paciencia, como en el modelo agrícola tradicional, la felicidad se ha convertido en una forma de "minería". La minería, a diferencia de la agricultura, no es un proceso continuo y sostenible, sino que se basa en la extracción de recursos limitados, que en algún momento se agotan.
La felicidad contemporánea se busca como un bien escaso y limitado, que se consume rápidamente. Cada vez que encontramos un "lugar" o una experiencia que promete felicidad, lo explotamos hasta que ya no ofrece la misma satisfacción. Al igual que una mina que pierde su valor una vez agotados los recursos, los lugares, las actividades o las relaciones que antes nos proporcionaban momentos de felicidad se vuelven aburridos, predecibles, carentes de novedad. Los "rendimientos decrecientes" empiezan a operar: cada nuevo instante de placer requiere más esfuerzo, más tiempo, más dinero, o más cambios de escenario. La búsqueda de felicidad se convierte así en una actividad constante de renovación, de encontrar nuevos lugares y experiencias, ya que las viejas minas de placer se vacían rápidamente.
Este enfoque individualista de la felicidad no solo afecta cómo la experimentamos, sino también cómo la conceptualizamos. En lugar de aspirar a un estado estable y continuo de bienestar, la felicidad se percibe hoy como algo que se debe "capturar" en fragmentos. En este modelo, la felicidad es una meta individual, algo que cada persona debe buscar y alcanzar por su cuenta, en su propio tiempo y espacio. Ya no hay una noción de que la felicidad provenga de una transformación social o colectiva; el futuro prometido por las viejas utopías ha quedado atrás, y la felicidad se ha convertido en un fin personal y momentáneo.
Los lugares donde buscamos esa felicidad no tienen necesariamente que ver con inversiones previas de esfuerzo o sacrificio, como en el pasado, sino con la esperanza de encontrar algo nuevo, algo que aún no hemos experimentado. Una ciudad, un país, una actividad, una relación: el atractivo de estos lugares radica en que nos prometen una dosis nueva y vibrante de felicidad, un "santo grial" fugaz que nos invita a consumirlo antes de que se agote.
Lo que antes era nuevo y excitante pronto se vuelve mundano. La idea de que una vez que "encontramos" un lugar o una experiencia feliz, ese lugar debe seguir siendo fuente de placer constante, está en el corazón de esta insatisfacción continua. En cuanto el placer empieza a decaer, la ley de los rendimientos decrecientes entra en acción. En un mundo saturado de opciones y experiencias, la búsqueda de la felicidad se convierte en un ciclo interminable de tentativas, algunas exitosas, otras no, pero siempre marcadas por la sensación de que lo que alguna vez nos dio placer ya no tiene la misma fuerza.
Por eso, la felicidad se convierte en un objeto efímero, que no puede ser sostenido o cultivado. La constante búsqueda de un futuro mejor se ve reemplazada por una serie de momentos de satisfacción, sin garantías de que continuarán. Cada minuto feliz es valioso, pero también se percibe como algo que podría desaparecer en cualquier momento. En lugar de una satisfacción duradera, la felicidad moderna se basa en la acumulación de instantes aislados de goce, que pierden rápidamente su poder cuando se repiten.
El desafío de la felicidad en la actualidad no es necesariamente buscarla más intensamente, sino entender que su naturaleza ha cambiado. En lugar de una promesa a largo plazo, la felicidad es ahora un esfuerzo constante por saborear el presente. Pero este enfoque también nos invita a reflexionar sobre las condiciones en las que buscamos la felicidad. ¿Es posible encontrar un equilibrio entre la búsqueda personal de la felicidad y el reconocimiento de su fugacidad? ¿Podemos reconciliar la búsqueda de momentos felices con una visión más amplia y menos consumista de lo que significa una vida buena?
Es probable que la felicidad, tal como la entendemos hoy, no sea algo que podamos "poseer" de manera permanente. Pero quizás, en lugar de buscar un modelo ideal de felicidad que siempre se agote, podamos aceptar que los momentos felices, aunque efímeros, tienen un valor intrínseco. Tal vez el futuro de la felicidad pase no por su acumulación, sino por su apreciación en su brevedad, en la capacidad de vivir en el presente sin la presión de encontrar la "gran felicidad" que, de hecho, no existe.
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