Al final de un verano, la subteniente Eden Abargil subió imágenes a un álbum privado de Facebook titulado El ejército, la época más hermosa de mi vida. A pesar de que el título del álbum parece un reclamo de estética sublime, la mayoría de las fotografías eran bastante mundanas. Trámites de documentos llevando un uniforme verde oliva. Abrazos efusivos con otros soldados ahora convertidos en amigos. Papeleo y trámites burocráticos y, de repente, una imagen suya mirando fijamente a la cámara posando junto a detenidos con los ojos vendados, ajenos a la situación. Al publicar banalidades de oficina junto a abusos, su álbum servía como recordatorio de cómo las fotografías producen autoridades morales; así un claro sentido de agencia se otorga a quienes las toman, mientras se les arrebata a quienes son obligados a participar en ellas. Cuando en una de las fotos, la subteniente Abargil miró a la cámara con una sonrisa burlona, no fue coincidencia que se colocase frente a tres palestinos esposados y con los ojos vendados apoyados contra un gran muro de hormigón. Quizás no sorprenda, entonces, que esta misma infraestructura, diseñada para ocultar a algunos de la vista de otros, sirviera como fondo para una fotografía donde el presente continúa borrando. En otra imagen similar, Abargil se sentó frente a otro hombre con los ojos vendados que ridiculizó precisamente por lo que no podía ver: ella enviándole un beso al aire. Su documentación degenerada no era privada. Lo que hizo que su autorretrato fuera aún más reprochable, fue la interacción que generó en su audiencia. Algunos amigos hicieron comentarios sarcásticos en la red social, sugiriendo que Abargil era más sexy cuando posaba así, y que uno de los detenidos seguro tenía una erección debido a ella.
Pero aunque esta conducta reprochable se considere aceptable dentro de la cultura militarizada de Israel, otras organizaciones y prensa internacionales discreparon sobre su conducta. Abargil sufrió escrutinio por todas partes. Incapaz de manejar las respuestas mordaces que provenían tanto tanto de su entorno como de lejos, la soldado sucumbió a la presión. Expresando una disonancia cognitiva típica de ser tanto víctima como agresora —algo muy común últimamente— Abargil declaró a la prensa que sus fotografías se hicieron sin malicia, y que no había ningún mensaje en esas imágenes tomadas cerca de la frontera de Gaza, y que los hombres que aparecen en ellas eran sospechosos de haber cruzado ilegalmente el muro. Para ella, las fotos eran un reflejo común de la experiencia militar. Pero al mismo tiempo, su narrativa de autojustificación se veía interrumpida con arranques de ira repentinos. Abargil comentó cómo odia a los árabes y qu les desea lo peor. Radiando odio desde su teclado, confesó que los mataría y hasta los descuartizaría con gusto. Concluyó que no permitiría que los defensores de los árabes arruinaran la vida perfecta que estaba viviendo. Lo crucial aquí es cómo su perspectiva y sus «postales digitales» marcaron un punto de inflexión. No por la violencia retratada en ellas, ya que vendar los ojos como castigo existe desde hace siglos. La cuestión es que ese modo de abuso solía mantenerse oculto, estaba al margen de la sociedad; se usaba en pelotones de fusilamiento y cárceles y ocurría detrás de otros muros de separación. Elevar dicha violencia a un espectáculo glamuroso, digno de ser compartido y motivo de orgullo, fue algo nuevo. Su malicia triunfal funcionó como un trampolín para acumular capital social. La tortura ahora tenía un propósito adicional, ser un dispositivo para generar clics y «me gusta»; función que permanecerá por siempre.
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