Money, money, money. Los ricos y los pobres son vasos comunicantes, si hay más de los unos, habrá más de los otros. En México las diferencias son desgarradoras y aunque se aplaude que el gobierno haya subido el salario mínimo por encima del IPC y repartido algunas ayudas sociales, se le critica no haber afrontado una reforma fiscal que redistribuya la riqueza como es debido. Así que el de López Obrador no era, finalmente, un sistema bolivariano ni venezolano ni comunista, por más que su discurso se vuelque en los pobres y permita a los adinerados armar su contrarréplica ideológica. El asunto se puede abordar dejando en paz a los Rockefeller y subiendo un poquito el nivel de vida de los menesterosos, pero eso es pan para hoy y hambre para mañana; mejor a la Robin Hood, que aflojen la bolsa quienes la tienen más llena, o sea, impuestos progresivos y otras tasas.
El informe de Oxfam titulado El Monopolio de la desigualdad, que publicaba este periódico el pasado miércoles, no se pierdan una coma, fotografía lo que ha ocurrido en medio mundo durante los terribles años de la pandemia: millones de personas empobreciéndose debido a empleos que se esfumaron, muchos para siempre, mientras las grandes fortunas multiplicaban su suerte. Las 14 personas que tienen más de 1.000 millones de dólares en México han doblado su tesoro en los últimos cuatro años, bien lo saben los consumidores cuando tienen que pagar un boleto de avión o comprar unos tomates. Carlos Slim y Germán Larrea son las dos marcas de la gran riqueza en toda Latinoamérica. Pero hay más, y entre todos se han hecho con la riqueza de un país que es muy rico: minería, telecomunicaciones, televisoras, ferrocarriles. A la vista de todos, por las calles y pueblos, unos nueve millones de mexicanos no saben si podrán comer mañana.
Los grandes empresarios suelen decir que los negocios van bien cuando el Gobierno no mete sus manos en ellos y se jactan de proporcionar miles de empleos. En México eso es muy matizable. Los empleos son tan míseros que no se puede hablar de una clase media digna y la fortuna de estos grandes señores no se ha hecho a espaldas de los gobiernos, sino con su anuencia absoluta. Más de 1.000 empresas públicas privatizadas, sobre todo en tiempos de Carlos Salinas y Ernesto Zedillo, han ido a parar a esos magnates. Ellos fijan los precios en los principales motores de la economía mexicana y lo han hecho a manos llenas. Este gobierno ha puesto diques a medias, no gusta de las privatizaciones y ha tratado de revertir algunas, pero las bridas que impone un mundo ultraglobalizado requieren de otras medidas, véase una reforma fiscal en condiciones. En el país de la cerveza y el tequila, los pobres no pueden ni brindar.
Los nombres les sonarán porque salen por todos lados: Carlos Salinas, Germán Larrea, Ricardo Salinas Pliego o Alejandro Baillères, entre quienes integran el club de los 14. Unos más discretos, como Larrea, que quiso mantener su imagen fuera de los focos durante años; otros con la boca más grande que una zapatilla, como Salinas Pliego, cuyos mensajes en las redes sociales serían un escándalo mayúsculo si el mundo no estuviera acostumbrado a un ultracapitalismo vergonzoso y anestesiante. Muchos de ellos se permiten dar lecciones morales a los mexicanos sin que se les caiga el sombrero de copa. Cuando se visitan los grandes murales que dejaron Diego Rivera o José Clemente Orozco, asombra la vigencia de sus denuncias. Los ricos, arriba, fumándose un puro con descaro y aplastando con sus zapatos de charol a un pueblo empobrecido. Conclusión: México necesita más muralistas. |