Los mercados han estado intranquilos los días que siguieron a las elecciones mexicanas. Suele ocurrir. El peso se convirtió en un tobogán, bajaba, subía y la presidenta electa, Claudia Sheinbaum, se ha esmerado en enviar mensajes de calma, empezando por mantener en su sitio al secretario de Hacienda, Rogelio Ramírez de la O, y después por situar en la cartera de Economía a un diplomático como Marcelo Ebrard. El gran gesto para los inversores nacionales e internacionales lo ha tenido, sin embargo, el empresario Carlos Slim, la gran fortuna mexicana y uno de los hombres más ricos del mundo. Fue al cajero y sacó 1.000 millones de dólares para reflotar el campo de gas de Lakach, en el golfo de México, atorado por la falta de recursos de Pemex. Ahí quedaba el mensaje: invertir en México, amigos, es seguro y rentable, ya dejen de temblar.
El desembolso expresa además la sintonía que este empresario ha mantenido con el Gobierno de López Obrador, nada que ver con las bravuconadas y los insultos que han desparramado otros durante el sexenio. El gesto es del gusto de esta Administración, y probablemente de la que sigue: soberanía energética, ya está bien de importar tanto gas de Estados Unidos, después de todo Slim es mexicano y el asunto queda en casa, como le place al presidente. El empresario formalizará en estos días su asociación con Pemex, la gran petrolera estatal, el maná mexicano durante años que ahora no da más que dolores de cabeza por las deudas contraídas tras la larga noche de corrupción que se asentó por décadas. La nueva relación entre la petrolera y el magnate abre la puerta a la cooperación entre lo público y lo privado que tanta calma inspira en los mercados. Si lo privado es mexicano, la tranquilidad la disfruta también al Gobierno. Muchos gestos con un solo movimiento de cartera del tío Gilito libanés.
Si el gas fuera energía limpia, que no lo es, porque como buen hidrocarburo suelta CO2 como una locomotora, el guiño millonario habría sido completo para indicar por dónde van los tiros en la nueva Administración. Pero bueno, tampoco es petróleo, si sirve de consuelo. En el oleaje de los mercados, Slim ha decidido posar su mano en las aguas del Golfo, sobre el pozo de Lakach, a 1.200 metros de profundidad, un yacimiento descubierto en 2006 cuyos beneficios se ahogaron varias veces por la magra cartera de Pemex y la falta de voluntad de otros inversionistas. “Lo dejaron tirado en el gobierno pasado”, ha dicho López Obrador, “y buscamos que se aprovechen los 2.000 millones de dólares que se gastaron en instalaciones”. Los expertos lo consideran una buena jugada, habida cuenta de cómo se maneja Slim en sus relaciones políticas.
México extraía en 2010 más de 6.000 millones de pies cúbicos diarios de gas, pero el año pasado esa cifra se redujo a 4.900 millones. Y los precios estadounidenses no animaban a los inversores a reflotar este yacimiento. Slim, en cambio, le ha tomado gusto a las energéticas y participa en la construcción de gasoductos, renta de plataformas petroleras y exploración del crudo. Limpias o sucias, el jefe del Golfo avanza en su cartera de energías.
Slim es el niño bonito de la Administración de López Obrador. A Germán Larrea, el rey del cobre y los ferrocarriles de mercancías, apenas le ve una virtud, que es mexicano. Con Ricardo Salinas Pliego, dueño de TV Azteca y Elektra, entre otras empresas, el presidente se enfada a menudo porque tiene deudas millonarias con el Estado, es decir, con todos los mexicanos, mientras se permite el lujo de insultar a los funcionarios de la Administración obradorista y presumir su yate en la cara de millones de pobres a quienes les hurta el beneficio que podrían obtener si pagara los impuestos. Los sobornos, contratos falsos y empresas fantasma en Estados Unidos son harina de otro costal.
El libanés es más discreto y generoso a su manera. Si se cae la línea 12 del metro y su grupo constructor Carso queda salpicado en la responsabilidad por la muerte de 27 personas, el empresario se reúne a puerta cerrada en Palacio Nacional y saca la chequera. Si los mercados están temblando por un nuevo Gobierno izquierdoso y bolivariano, como suelen decir la derecha, el magnate se sumerge en las aguas del golfo y aquí paz y después gloria.
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