Recuerdo claramente el día que me trasladaron a la cárcel La Esperanza, a finales de 2021. Hubo una frase que me marcó y recordé hasta el último día que estuve en ese lugar: “Todas son iguales aquí, todas serán tratadas por igual”. En ese pequeño cuarto, con dos ventanas grandes y vistas a las oficinas y un patio, estábamos cinco mujeres privadas de libertad: dos por delitos comunes y tres acusadas por “actos de menoscabo a la soberanía de Nicaragua” y “ley de ciberdelitos”, los cargos que la dictadura de Nicaragua utiliza para criminalizar a quienes se manifiestan en su contra.
Pero esa igualdad de la que nos hablaron duró poco. Ocho horas después, nos separaron en dos grupos: en uno iban las presas comunes, a las que mandaron a los pabellones, mientras que a las otras tres nos trasladaron a una celda de aislamiento. Según las autoridades penitenciarias, era para guardar la cuarentena covid-19 por 15 días. Fueron los 15 días más largos de mi vida, que acabaron convertidos en ocho meses en aislamiento total antes de ser llevadas con el resto de reclusas. Las tres políticas compartíamos una celda de máxima seguridad, a donde fuimos llevadas bajo burdos engaños, incomunicadas y sin saber lo que nos esperaba.
Entonces tenía 20 años y esa era para mí la segunda prueba de fuego de lo que supone hacerle frente a un régimen como el de Daniel Ortega y Rosario Murillo en Nicaragua. En julio de 2018, había salido de mi ciudad, Masaya, para exiliarme en Costa Rica, después de haber atendido heridos en las protestas contra el Gobierno, asistir a las marchas y denunciar en redes sociales la represión contra quienes pedíamos que se respetaran nuestros derechos. Yo tenía apenas 18 años y cursaba mi último año de bachillerato. Viví dos años en San José, donde trabajé por la defensa de los derechos humanos y continué formándome. Entré a la universidad a estudiar Ciencias Políticas, pero con la llegada de la pandemia de covid-19, perdí mi empleo y decidí volver a mi país. El 9 de noviembre del 2021, dos días después de que el régimen pusiera en marcha su mayor farsa electoral tras encarcelar a todos los candidatos opositores, un grupo de paramilitares me secuestró. El régimen me acusó de conspiración para cometer menoscabo a la integridad nacional y propagación de noticias falsas, y fui condenada a 12 años de cárcel. Las pruebas que presentaron en mi contra eran mensajes en mis redes sociales y entrevistas en las que criticaba al Gobierno y su manejo de la pandemia. Un año después, en febrero de 2023, fui desterrada a Estados Unidos con otros 221 excarcelados políticos a los que, además, nos quitaron la nacionalidad. Nunca imaginé que mi salida de la cárcel —ese momento con el que tanto soñaba— fuera de esa manera; que paradójicamente cinco años de resistencia terminaran arrebatándome lo último que me quedaba: el derecho de ser nicaragüense.
En el tiempo que estuve en la cárcel, sentía que a las presas políticas (una palabra prohibida en prisión) las custodias nos trataban como si tuviéramos una enfermedad contagiosa. Por eso debíamos estar en una celda de máxima seguridad, sin poder tomar el sol ni tener comunicación con otras reclusas. Pero yo no me callaba en mis reclamos, y cuando me atreví a denunciar en una carta a la alcaide el maltrato recibido, por supuesto, pagué las consecuencias con más restricciones y vigilancia.
Para Daniel Ortega y Rosario Murillo, pensar diferente a ellos es una enfermedad sumamente peligrosa. Y desde 2018, para acallar a un pueblo cansado de su autoritarismo, hacen lo que esté a su alcance: asesinar, encarcelar, torturar, aislar, cerrar organizaciones, universidades, desterrar, desplazar forzosamente, perseguir a la iglesia católica y apresar a sus sacerdotes. Las mujeres no hemos sido la excepción. Más de 200 nicaragüenses han sido encarceladas desde que comenzaron las protestas de 2018. Como vi en la Esperanza, como cínicamente se llama la cárcel donde estuve, el escarmiento para “curar” a las mujeres que alzan su voz para denunciar las violaciones a los derechos humanos y las perversidades de la dictadura es el encierro, la misoginia y el machismo; es someterlas a violaciones a sus derechos humanos diarios, a no tener condiciones mínimas de dignidad en una prisión. En estos cinco años, las mujeres que hemos sido presas de su régimen hemos denunciado desde violaciones, abusos sexuales, golpizas brutales que han provocado abortos; ha habido madres separadas por años de sus hijos pequeños a las que torturaban haciendo pensar a sus pequeños que ellas ya no estaban vivas o diciéndoles que eran malas madres; a otras nos querían hacer creer que éramos malas hijas, hermanas o abuelas solo por alzar nuestra voz para defender el camino de la justicia y la democracia. Hoy son más de 20 presas políticas las que siguen privadas de libertad en cárceles de Nicaragua. Pienso en Adela, en Damaris, en Gabriela, en Olesia, en Brenda, en Martha, en Anielka y en más mujeres que están sufriendo mala alimentación, depresión, ansiedad, estrés carcelario, que no tienen acceso a medicamentos ni a atención médica, más allá de medirles la presión arterial para tomar la foto que demuestre que “están bien”. Ellas están en celdas de castigo por exigir la libertad de Nicaragua, expuestas a un calor calcinante, a los zancudos, y donde son propensas a sufrir alergias en la piel o a desarrollar hipertensión. Las presas además sufren malos tratos y acoso, y están incomunicadas del mundo exterior. Y esos maltratos también se extienden a sus familiares cuando las visitan, algo que solo pueden hacer una vez al mes durante apenas media hora y tras ser requisados, expuestos a insultos, tocamientos indebidos en partes íntimas, amenazas… Incluso algunos son obligados a desnudarse y hacer sentadillas. Además, las visitas suelen producirse con custodias a menos de un metro de distancia, escribiendo lo que escuchan o grabando la conversación, en salas vigiladas por cámaras instaladas estratégicamente para asegurarse de que no abracen a sus seres queridos ni denuncien todo lo que viven dentro. Estos tratos y condiciones los recibimos exclusivamente las presas políticas. En los 15 meses que estuve en la cárcel de la Esperanza, cada día recordé aquel: “Todas son iguales aquí, todas serán tratadas por igual”. Unas palabras que en un primer momento fueron de consuelo y alivio y que, después de un mes de interrogatorios, aislamiento, una captura violenta, sin ver a mi familia, de presentarme a un juzgado totalmente sola, sin derecho al debido proceso con el atropello de las leyes que hoy solo son tinta en un papel en Nicaragua, se convirtieron en parte de la tortura que sufrí. Defender la justicia y la libertad, y ondear nuestra bandera es hoy considerado un delito en nuestro país. Pero la enfermedad no la tenemos quienes pagamos por ello. La verdadera enfermedad la encarnan quienes mantienen subyugado a un pueblo que sigue buscando cómo sanar de los males que lo aquejan. |