Esta es la newsletter de Madrid. La escribimos un grupo de redactores de EL PAÍS que cada día ponemos a prueba por la vía empírica la máxima De Madrid al Cielo. La enviamos de lunes a jueves a las seis de la tarde, y los viernes, dedicada a propuestas de cultura para el finde, a mediodía. Si no estás suscrito y te ha llegado por otro lado, puedes apuntarte aquí.
Leyendo las noticias es difícil pensar que este año haya empezado bien en Madrid, entre la tala de árboles (¿otra vez?), la residencia de mayores en pésimo estado (aló 2020) y el sistema de salud pública al borde del colapso (esto ya no tiene fecha). Pero os voy a confesar que, a pesar de todo, mi 2024 ha empezado con un sentimiento de reconciliación con esta ciudad. He pasado la última semana de 2023 y la primera de este año en casa de mis padres, en Italia y, por primera vez desde hace mucho, mucho, tiempo, he vuelto a Madrid feliz. El agobio por dejar el nido reconfortante (grande, pero sobre todo gratuito) de la casa de tu infancia ha sido sustituido por la paz interior y por muchas ganas de volver a la ciudad y de pagar mi alquiler.
Hay varios factores que explican este fenómeno. Seguramente uno es el hecho de haber pasado 14 días, algo más de 300 horas, en casa con mis padres. Que son buenísima gente y nos queremos mucho, pero ya no estamos acostumbrados a vivir bajo el mismo techo. La otra cosa que ha pasado y que considero relevante en esta historia es una conversación que he tenido con una amiga que no veía hace mucho tiempo. Nos conocimos durante nuestro Erasmus en Varsovia, de hecho en mi móvil sigue guardada como Erika Erasmus. Es originaria de un pueblo cercano al mío pero, desde que se graduó, se fue a vivir a Milán, que es un poco el Madrid de Italia a la hora de hablar de oportunidades laborales, o incluso universitarias. También lo es en cuanto al coste de la vida y, como no podría ser de otra forma, de vivienda.
Se da el caso de que Erika no está nada feliz en Milán —una cosa tristemente común entre la gente del sur que se ve obligada a buscar oportunidades en esta ciudad gris y fría— y está pensando mudarse a Madrid. De hecho, lo tiene bastante planeado: domina el idioma porque antes de Varsovia hizo otro Erasmus aquí; tiene novio español, así que le viene bien mudarse para estar más cerca; y su empresa le permite el teletrabajo desde cualquier lugar. Todo perfecto.
Así que, mientras nos tomábamos nuestro café de reencuentro después de no habernos visto en los últimos dos años, me pregunta la cosa de la que nadie quiere hablar para evitar dolores de cabeza. ¿Qué tal los alquileres en Madrid?
Pues mal, le he contestado. Nosotros (vivo con mi pareja) pagamos 850 euros para un piso de una habitación. ¿Cómo de grande? Unos 55 metros cuadrados. ¿Y dónde está ubicado? Pues, muy cerca del centro. Dentro de la M-30 (ella sabe qué es la M-30), al lado de Madrid Río, a unos 20 minutos andando de Lavapiés, que es donde salimos de cañas. Termino de hablar de lo mal que lo pasamos en Madrid con los alquileres y mi amiga me hace este gesto muy italiano, moviendo la mano como para alejar algo y que significa “que te calles”.
Y entonces me cuenta que ella paga 1.200 euros por un piso en las mismas condiciones en Milán y que, además, no está a 20 minutos andando del centro de la ciudad, sino en la periferia bien periferia. Y que es afortunada, porque por el piso donde estaba antes pagaba 1.500 y no es que los sueldos sean más altos que los nuestros (probablemente que el mío sí, pero ella es ingeniera, no periodista). Yo había escuchado estos cuentos de terror sobre los alquileres de Milán pero, acostumbrada como estoy a las pesadillas del mercado inmobiliario de Madrid, no le había dado demasiada importancia. Pero ahora lo tenía allí, frente a mis ojos: la cruda realidad de que existe alguien que lo pasa peor que nosotros. Y por mucho.
Según Idealista, que hace tiempo que también opera en Italia, el metro cuadrado en Madrid se alquila a 17,9 euros. En Milán, a 22,9. Más incluso que en Barcelona, donde el precio del metro cuadrado en diciembre 2023 era de 20,5.
Con esto no quiero justificar —que ya veo venir las críticas— la práctica demasiado común de pedir tres meses de adelanto, contratos, últimas nóminas, declaración de la renta, seguro de impago de alquiler y avalistas bancarios para poder alquilar un bajo en Lavapiés a 1.700 euros, como denuncia en este tuit mi compañero Manuel Viejo. Que yo también he pasado por esto. Y os digo más. Si no fuera por la pensión de mi padre, que figura como avalista en mi contrato de alquiler, no tendríamos el piso que tenemos. Lo único que quería hacer con este boletín era explicar por qué, por primera vez, he vuelto a Madrid con fuerzas de vivir la ciudad con ganas. A ver cuánto duran. |