En el discurso público actual, una de las críticas más recurrentes es que el mundo se está volviendo "demasiado políticamente correcto". Lo que comenzó como un esfuerzo noble por promover un lenguaje respetuoso e inclusivo, se ha transformado, en la opinión de muchos, en una herramienta para la censura y el control social. En lugar de empoderar a los grupos marginados, algunos argumentan que esta cultura del "cuidado" está siendo instrumentalizada para silenciar a la mayoría y mantener el statu quo.
La tesis es audaz: a medida que los gobiernos y las élites de poder ejercen un control más estricto sobre la economía y la vida diaria de los ciudadanos, la sociedad se ve obligada a volverse más dócil y menos combativa. Si la gente es oprimida financieramente, si las oportunidades de ascenso social disminuyen y si la burocracia se vuelve cada vez más asfixiante, el disenso público se convierte en un lujo que pocos se pueden permitir. La "corrección política" actuaría, en esta visión, como una suerte de distractor, un campo de batalla de poca trascendencia donde la gente puede desahogarse, mientras las verdaderas palancas de poder se mueven sin obstáculos.
La represión del disenso abierto no siempre toma la forma de tanques en las calles. A menudo, es un proceso mucho más sutil, pero igualmente efectivo. Una de las tácticas más insidiosas es la redefinición del lenguaje. Al establecer qué palabras son aceptables y cuáles no, y al etiquetar las ideas divergentes como "discurso de odio", la élite política y social puede deslegitimar a sus oponentes sin tener que entrar en un debate de fondo. Esto crea una atmósfera de miedo en la que la gente tiene miedo de expresar opiniones que puedan ser consideradas ofensivas, por temor a ser "cancelados", a perder su empleo o a ser socialmente marginados. El resultado es un silencio autoimpuesto que garantiza la sumisión.
El filósofo italiano Antonio Gramsci introdujo el concepto de hegemonía cultural, la idea de que la clase dominante no solo mantiene el poder por la fuerza, sino también a través del control de la cultura, las ideas y el lenguaje. En la actualidad, esta hegemonía se manifestaría a través de la promoción de la "corrección política" como el único camino moralmente aceptable. En lugar de movilizar a la gente en contra de la opresión económica o las políticas injustas, la atención se desvía hacia guerras culturales sobre la lengua y el comportamiento social, que rara vez tocan el corazón de la cuestión del poder.
En definitiva, a medida que la opresión desde el poder se vuelve más sofisticada, la necesidad de que la gente permanezca en silencio y sumisa se vuelve más crítica. La corrección política, con su enfoque en la ofensa y el lenguaje, se convierte en un perfecto camuflaje. Al centrarse en lo que la gente "no puede decir", la atención se desvía de lo que los poderes fácticos están haciendo en realidad. Es una paradoja de nuestro tiempo: en una sociedad que se jacta de ser más "tolerante" que nunca, el espacio para la auténtica disidencia se está reduciendo a un ritmo alarmante. La voz del pueblo, en lugar de ser un faro de resistencia, corre el riesgo de convertirse en un eco mudo.
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