Por Alicia Son
La reciente agresión a una médica de urgencias en un PAC de Ciudad Real, arrastrada de los pelos por un paciente insatisfecho, es un eco brutal de una realidad que se repite con alarmante frecuencia en nuestros centros sanitarios. No se trata de un incidente aislado, sino de la punta del iceberg de una epidemia de incivilidad que pone en riesgo la integridad física y emocional de quienes nos cuidan.
Esta agresión, como tantas otras, no es solo un ataque a una persona, sino un ataque a la sanidad pública, un pilar fundamental de nuestra sociedad. Cada vez que un médico, un enfermero o cualquier miembro del personal sanitario es agredido, se quiebra la confianza en un sistema que, a pesar de sus limitaciones, trabaja incansablemente por el bienestar de la población. La frustración, la tensión y la impaciencia no justifican bajo ningún concepto la violencia. La labor del personal sanitario, que a menudo trabaja bajo una presión extrema, merece respeto y protección, no agresiones.
Es imperativo que como sociedad reflexionemos sobre las causas de esta escalada de violencia. La saturación del sistema, la falta de personal y la burocratización son problemas reales que generan frustración en los pacientes, pero la respuesta no puede ser la violencia. Los gobiernos y las administraciones sanitarias deben tomar medidas contundentes para garantizar la seguridad en los centros de salud, reforzando la vigilancia y aplicando sanciones ejemplares a los agresores.
Pero la responsabilidad no recae únicamente en las autoridades. Como ciudadanos, tenemos la obligación de tratar a los profesionales de la salud con la misma empatía y respeto que esperamos de ellos. La violencia contra el personal sanitario es un síntoma de una sociedad enferma, y curarla es tarea de todos. De lo contrario, seguiremos permitiendo que quienes nos cuidan sean, paradójicamente, los más desprotegidos.
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