Esta es la newsletter de Madrid. La escribimos un grupo de redactores de EL PAÍS que cada día ponemos a prueba por la vía empírica la máxima De Madrid al Cielo. La enviamos de lunes a jueves a las seis de la tarde, y los viernes, dedicada a propuestas de cultura para el finde, a mediodía. Si no estás suscrito y te ha llegado por otro lado, puedes apuntarte aquí.
Hace más o menos un año, mi médica de cabecera me dio un número, un diagnóstico y una orden: 230, colesterol alto, haz deporte. Creo que su discurso fue algo más elaborado, pero al parecer retengo mejor los lípidos que las palabras. El caso es que salí de la consulta aturdido, agobiado y médicamente gordo. Yo había ido por otra historia, quería que me derivara al alergólogo, pero ella pensó que sería más oportuno derivarme al Basic Fit.
Madrid es la ciudad con más gimnasios de España, tiene 372. Hay gimnasios en centros comerciales, en oficinas (qué perverso puede llegar a ser el capitalismo) e incluso en estaciones de metro. Es un sector en auge, que este año va a facturar 2.350 millones de euros. Con un gimnasio en cada esquina, pensé que sería difícil inventar excusas para no ir. Pero estaba minusvalorando mi legendaria capacidad para inventar excusas.
Hay algo en los gimnasios que me provoca rechazo, quizá por ver a tanta gente en un contexto que debería ser íntimo. A saber: en chándal, sudando, gimiendo, duchándose o incluso haciéndose selfis. O puede que sea porque estos lugares tienen una visión utilitaria e individualista del ejercicio y de la vida que me aterra.
Nunca he jugado al fútbol, pero reconozco que hay algo bello en practicar un deporte que se disfraza de juego. Muchos adultos se apuntan a pachangas no porque les mantenga jóvenes, sino porque les mantiene niños. Y me parece algo precioso.
El gimnasio es la antítesis de esta idea. Nadie juega al gimnasio. Más bien se trabaja el cuerpo en el gimnasio. Es la oficina del físico, el deporte como deberes. Elimina la vertiente lúdica, extirpa el componente social, reduce el deporte a una serie de repeticiones mecánicas que haces tú solo, con pasividad bobina. En él, todo es práctico y alienante, todo se enfoca a la reducción de grasa, al aumento muscular. A la eficiencia. El deporte entendido como un fin para conseguir un cuerpo canónico, no como un medio para socializar y evadirse.
El gimnasio tiene horas puntas, como el metro. En él la gente usa los cascos como profiláctico social, una barrera para evitar la conversación. Nunca vi un espacio tan frío y tan sexualizado a la vez, es algo que desorienta. Observo a decenas de personas en las bicicletas estáticas, pedaleando hacia ningún sitio, mirando sus pantallas del móvil como oficinistas hastiados, como burros persiguiendo una zanahoria. Y me dan ganas de bajarme de la cinta de correr y salir corriendo.
Eso fue exactamente lo que hice. Después de tres meses (no solo soy vago en lo físico, también en lo administrativo) me di de baja en el gimnasio, me enfundé unas mallas y me eché a correr por la ciudad. Y descubrí que Madrid está lleno de runners dando vueltas por sus parques. Una vez los ves, es imposible ignorarlos. En parte porque no son precisamente discretos. Van con sus ajustadísimas prendas flúor, más que vestidos, parecen subrayados en fosforito.
Me gusta correr por la soledad, por la reflexión, porque corriendo llegas a lugares nuevos, física y mentalmente. Y porque puedes hacerlo mientras escuchas a Lorde o a Taylor Swift, cantando entre jadeos, fingiéndote dentro de un videoclip. Me gusta porque solo con apretar el paso dejas de ser un simple peatón para convertirte en corredor. La ciudad se difumina en un borrón y con ella tus problemas. En un primer momento, me gustó también por la posibilidad de hacer deporte con mi perro, algo que en el gimnasio era bastante complicado. Pero Baldomero resultó ser más vago que yo (aunque con unas tasas más sostenibles de triglicéridos) así que decidí dejarlo en paz.
A todo esto, yo mismo he conseguido bajar mi colesterol. A los seis meses de mi diagnóstico, hice unas nuevas pruebas que confirmaron que mis niveles eran aceptables. Pero decidí seguir corriendo no por mandato médico, sino por placer. Recorro la ciudad en mallas, sin perro, sin problemas y sin prisa. Incluso me he apuntado a un club de corredores con una meta en mente: el Rock 'n' Roll Madrid Marathon. No es un juego, pero se le parece bastante. |