Esta es la newsletter de Madrid. La escribimos un grupo de redactores de EL PAÍS que cada día ponemos a prueba por la vía empírica la máxima De Madrid al Cielo. La enviamos de lunes a jueves a las seis de la tarde, y los viernes, dedicada a propuestas de cultura para el finde, a mediodía. Si no estás suscrito y te ha llegado por otro lado, puedes apuntarte aquí.
Marchó a Buenaventura un viernes por la tarde después de decirle por primera vez a Andrea que la quería. Nunca más se lo dijo y jamás ella le quiso. Sus padres lo habían recogido del colegio a eso de las tres del mediodía, con las maletas preparadas y el coche cargado. Puede que fuera invierno, no lo recuerda. Aquel teatrillo fugaz que sucede tras los rieles de una carretera en movimiento y que uno descifra para sí mismo con la imaginación y los sueños le pareció, por primera vez, su lugar en el mundo. No pensaba en Andrea sino en Yaiza, una niña algo más mayor a la que se rumoreaba haberla visto con Ángel, el novio de Andrea, en una cabaña escondida de la plaza del barrio. Nunca comprendió aquella historia ni tampoco los comentarios de aquellos que lo hablaban como si fuera un escándalo. "Cuando llegue a sexto lo entenderé", pensó. Darío quiso en ese momento quedarse a vivir allí, en sus pensamientos, en aquel imposible paisaje de fábulas más allá de los cristales que le parecía tan verdadero.
Años después, unos meses antes de salir de la cárcel de Estremera, Darío elaboró un currículum para futuras entrevistas de trabajo. En la última que realizó después de obtener la libertad le pidieron que se definiera en dos palabras. Aquello lo pilló por sorpresa y pensó en la definición que haría la justicia de él. Acto seguido echó la vista atrás, más atrás, y llegó hasta el coche en marcha de sus padres. “Prudente y pensativo”, contestó.
Los que ven a Darío conducir el autobús interurbano que comunica el extrarradio de Madrid con Príncipe Pío en horario de tarde saben que no mintió en su respuesta. Durante las horas centrales del día se muestra más abierto y hablador, pero cuando llega el atardecer enmudece por completo mientras en las pausas de la parada anota pequeñas frases en una libreta. En los trayectos de vuelta, cuando el tráfico se reduce y se hace de noche, el hombre utiliza su cabina a modo de confesionario para sincerarse con una serie de pasajeros con los que nunca ha mediado palabra fuera del vehículo, pero que dentro de él son ya íntimos amigos. Así fue como hace unos meses Darío preguntó a Alejandro —un empleado del Metro de Madrid que trabaja a jornada partida— si prefería que lo enterraran o lo incineraran. Alejandro, que no tenía una respuesta preparada ni ninguna reflexión al respecto, le contestó que a priori le gustaría pasar el resto de mis días junto al nicho de su abuela y de su madre, aunque no era una decisión definitiva. “Yo, si te soy sincero, tengo decidido incluso el epitafio”, le respondió Darío. “DARÍO MÉNDEZ, VIVIÓ Y MURIÓ EN BUENAVENTURA A LOS …x… AÑOS”, comentó en alto, casi dibujando con una mano la inscripción en la luna del autobús.
Darío, que es tan prudente y pensativo como distraído, ha olvidado no pocas veces su libreta en la barra de la cafetería del intercambiador de Príncipe Pío donde se para a tomar un vasito de leche fría cada dos horas. Ya es costumbre guardársela entre las cajas registradoras y de vez en cuando un camarero curioso la abre para echarle una ojeada. Su caligrafía casi ilegible permite pocos descubrimientos pero sí puede intuirse la estructura de sus apuntes. Allí están todos los personajes de su vida, uno por uno. Personajes de la calle a los que ve a diario en sus trayectos. El de la esquina tal o la placita cual, y a quienes atribuye una vida que solo cabe en su imaginación. Hay un pasaje divertido en el que narra cómo Ángel, después de su desliz con Yaiza se metió a monaguillo y hoy es el párroco que ve sentado en un banco los lunes por la tarde frente la puerta de la iglesia que queda a la izquierda de la carretera de Extremadura a la altura de Batán.
Cuestionado alguna vez por esta tendencia a la imaginación y si no le gustaría a Darío conocer el mundo, este contestó: “Todos los lugares del mundo son el mismo lugar. Haber soñado todo esto es mi verdadero viaje”. En la primera página de su libreta, como si fuera el comienzo de una novela de aventuras, Darío tiene escrito en negro y con pluma el siguiente arranque:
“Marché a Buenaventura un viernes por la tarde después de decirle por primera vez a Andrea que la quería. Nunca más se lo dije y jamás ella me quiso. Las cosas siempre fueron posibles en Buenaventura, que nunca tuvo mar ni caballos hasta que yo llegué.” |