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Una noche invernal de enero, en la que no apetecía más que un libro y una bebida caliente con los pies hundidos en una manta, llegué a la biblioteca municipal Mario Vargas Llosa para tomar prestado El periodista y el asesino, el clásico de Janet Malcom capaz de empequeñecer hasta al más prestigioso de los periodistas.
Cuando me acerqué al ordenador de consultas, me percaté de que un hombre ojeaba EL PAÍS sentado frente a mí. En ese instante, pasó la página y se topó con un reportaje de mi autoría sobre la diáspora colombiana en Madrid. No tuve tiempo para razonar antes de que me invadiera esa vanidad tan tóxica como inevitable en el comunicador. “Por favor, que lo lea”, fue lo único que pensé.
La pieza estaba en la página de la derecha, el lector vio la foto unos cinco segundos (no era la mejor) y luego cambió de foco a la página de la izquierda. Con la moral hecha añicos, traté de disimular mi fracaso, buscando, ahora sí, el libro que justificaba mi presencia allí.
Pero unos segundos después, el hombre volvió a la página de la derecha, esta vez con una actitud diferente: se acomodó en el sillón y clavó la mirada en el papel, mientras elevaba el periódico. Estaba dispuesto a darme una oportunidad.
En el gremio, es conocido que el tiempo de permanencia para un artículo en la web difícilmente supera el minuto. Si lo hace, ya se considera un buen promedio o engagement time, anglicismo que mide la capacidad del periodista para atrapar al lector de los huevos.
El lector se entregó al artículo y no dejó anzuelo sin morder: paso de la foto al antetítulo, después al título, al gráfico, leyó varios párrafos, el despiece y, antes de desecharlo, se detuvo en el ladillo (subtítulo dentro de la pieza), que lo motivó a alargar la lectura un par de párrafos más. Engagement time: tres minutos y medio, según mis cálculos. No pude contener el deseo de llevar la experiencia a otro nivel.
—Señor, disculpe, buenas noches. ¿Qué le pareció el artículo?—, le pregunté con mi exceso de cortesía tan característico del trópico.
—¿Cuál?
—El de los colombianos.
—¡Ah! Pues está bien, habla de que los migrantes están jodidos. Aquí cuentan la historia de un hombre que solo cobra 800 euros al mes y de una joven a la que obligaban a ponerse falda para trabajar— dijo mientras apoyaba el índice en el papel— ¿Quiere leerlo?
—Gracias, se lo pregunto porque yo soy el autor.
Al hombre poco pareció importarle, porque continuó relatándome el contenido del artículo: "Hubo otra mujer que se devolvió a su país porque no pudo conseguir trabajo...".
Yo no me podía sentir mejor. No era la vanagloria lo que me recorría el cuerpo como un bálsamo. Era la consecución de una de las máximas del periodismo que aprendí de la pluma magistral de Pablo Ordaz, cuando fui alumno de la Escuela de Periodismo de EL PAÍS. El profesor suele enseñar a sus alumnos que, si un reportaje es bueno, transforma la visión del lector respecto a la realidad retratada.
La mirada destellante de aquel lector, mientras intentaba explicarme mi propio artículo, me hace pensar que esa noche supe sembrar una semilla. Esa noche, me hice un poco más periodista. Y la felicidad me duró, en parte, porque no encontré el libro de Janet Malcom. |
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