Pero no fue lo único que encontró en su investigación. Mientras revisaba historias clínicas notó que había síntomas que solo registraban para ellas, no para ellos. “Como enfermedad psiquiátrica escribían: ‘Ya tiene 33 años y es soltera’, y eso nunca se escribió para un hombre. Tampoco llegaban a las clínicas de la misma forma. Los hombres llegaban porque habían hecho algo en el lugar público, las mujeres porque alguien de su familia las llevaba”, explica.
Quizá como una herencia que le vino de sus tíos y primos dedicados a la psiquiatría, la duda por la mente humana siempre ha estado presente para Villar. Así lo muestran sus obras previas como Maux d’enfants, mots d’adultes y Camino. Pero aquí, además de eso, había un componente de género que le fue difícil obviar. Desde que la directora empezó a notar que los antecedentes médicos se escribían en pasivo cuando se trataba de ellas, y en activo cuando se trataba de ellos, el caso de Ana Rosa se convirtió en algo que desbordaba un caso personal. “Ahí entendí que la historia era más grande que mi abuela y que, a través de ella, podía contar otra cosa y me lancé a escribir la película”.
La cineasta visitó especialistas en Francia, clínicas de Estados Unidos y consultó a expertos de muchos lugares del mundo, antes de regresar a su país natal donde estaban las respuestas que buscaba. Allí encontró que la situación para las mujeres y su salud mental empeoraba cuando se le sumaba otro componente: el de clase. La historia de la lobotomía inició con prácticas de prueba en mujeres trabajadoras sexuales en Estados Unidos y Portugal. En Colombia, los cuerpos de las más pobres se usaron para experimentos psiquiátricos como el llamado “Asilo de Locas”.
De acuerdo con el periódico de la Universidad Nacional, una de las más importantes y antiguas del país, las mujeres que remitieron a ese asilo tenían ciertas características, y no necesariamente sufrían de alguna enfermedad mental. A veces, solo eran personas empobrecidas. “Llegaron mujeres campesinas o tejedoras analfabetas de bajo estrato socioeconómico, que en algunos casos eran consideradas criminales por tirar a sus hijos al río luego de parirlos solas. Ingresaron mujeres que presentaban depresión posparto, que en la época se asociaba con el imaginario de la locura; y otras mujeres solteras que eran abandonadas por sus familias por no cumplir con los roles sociales de matrimonio, maternidad y el papel de la mujer”.
En el caso de Ana Rosa, por su condición social, no eligieron la hospitalización sino el olvido. Ese fue uno de los más grandes retos que tuvo que enfrentar Villar. La directora inició solo con una foto y un par de datos vagos. “Construir un relato sobre una persona de la que no tienes nada es un desafío grande”. Lo sorteó con agilidad, y, en ese camino, se encontró con secretos familiares y espejos de sí. No fue la única. En la sala de proyección, las reacciones daban cuenta que la documentalista pudo sembrar esa duda en otros y muchas nos pudimos encontrar en las descripciones de las mujeres que sometieron a esas torturas.
Sin irnos muy lejos, dentro del mismo equipo del filme sucedió. Adriana Komives, la editora, montajista y amiga de Villar, atravesó un fuerte cáncer de seno durante la producción. Murió poco después de dejar el proyecto listo. “Dio mucho de ella a la película porque su cuerpo también fue atormentado como mujer. Le hicieron la ablación de sus senos, que en algunos años vamos a pensar que es un horror como la lobotomía”, detalla.
Para la cineasta, pareciera que interiorizó la importancia de la película y eso la mantuvo viva. Delante y detrás de cámara, Ana Rosa es una obra conmovedora. Nos muestra todo lo que soportaron quienes nos antecedieron. El filme se estrenó en Colombia en el Festival Internacional de Cine de Cartagena (FICCI) en abril de 2023, e inició una gira en Europa. Sin embargo, al público colombiano no llegó hasta hace unas semanas y, según relata la directora, Ana Rosa ha suscitado “una liberación de la palabra”. Lo que no es menor en un país donde todavía la salud mental sigue siendo un tabú y a la vez, un panorama enorama en crisis. “Cuando la gente se acerca y me dice: ‘Yo también tengo una mamá esquizofrénica, tengo un hermano y entonces tengo estas preguntas’, me da bastante alegría”.
En entrevista con Americanas y a lo largo del filme, Villar insiste en que buscaba que su trabajo impactara más allá de un caos personal. Quiso que poner el dedo en la llaga de los dolores de su familia valiera la pena. “La historia de mi abuela es muy importante para mí, pero yo no habría hecho una película si ella no iba a representar a muchas otras mujeres que sufrieron y que, en cierta forma, siguen sufriendo de cosas parecidas y de tratamientos deshumanizantes”, sentencia.
Villar logró poner nombre y humaniza, no solo a su abuela paterna, sino a cientos de mujeres que fueron condenadas al ostracismo por ser pobres o por no adaptarse al conservadurismo de la época. Sacó del olvido carpetas llenas de polvo e hizo visibles las injusticias que vivieron y la fortaleza que tuvieron. Por ahora, el documental salió de las salas de cine comercial pero seguirá algunas semanas en la cinemateca de Colombia y rotará por algunos festivales en Francia. Villar espera que pueda ser parte de alguna plataforma y llegar a muchos públicos para ampliar la conversación sobre el papel que ha jugado la psiquiatría para perpetuar los roles de género en la sociedad. “Son preguntas que son actuales, la mujer sigue estando a veces con otro tipo de cargas emocionales y físicas que hacen que se puedan enfermar o por lo menos calificar como enferma”. Un objetivo que logra de manera magistral en su obra, pues es inevitable salir de la sala de cine sin dudas. Incluso pensando quiénes de las mujeres que conocemos, de nuestras abuelas o tías lo sufrieron, e incluso si nosotras mismas hubiésemos sido candidatas a una lobotomía hace un siglo. |
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