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Entro en un restaurante y me atiende Sara, venezolana. Nacida en el estado de Yaracuy, es hija de canarios que tuvieron cultivos de café, naranjas y hasta algo de ganado. Tierras en las que hoy crece la maleza y los matojos. En un país acostumbrado a vivir del petróleo, encontrar familias que produzca alimentos era un milagro antes y lo es ahora. Me enseña las fotos en su teléfono móvil mientras una mesa le pide pan y otra hace el gesto con la mano para que le traigan la cuenta.
Durante años hice muchos reportajes en Venezuela sobre Saras. Decenas de gallegos, canarios o asturianos, pero también portugueses e italianos, a los que de un día para otro les quitaron sus tierras. Pero aquello no fue suficiente. Desde el poder se alimentó un racismo primitivo y poco sutil ante el que Raúl Morodo, por entonces embajador de España en Venezuela, miró hacia otro lado. Era la época del “exprópiese” de Chávez en cadena nacional, al que medio mundo reía las gracias.
No se trataba solo de apoderarse de sus tierras, sino anularlos y convertirlos en ciudadanos de segunda. Una de las fotos que tengo cerca de mi mesa es la de Rosa, una tinerfeña de setenta años que rompió a llorar mientras me abrazaba recordando al grupo de hombres que un día invadió su cafetal con el machete en la mano, plantó varias tiendas de campaña y ya nunca más se fue.
Hoy, Sara, encargada en un restaurante en la periferia de Madrid, ha pedido a su jefe salir un poco antes para poder acudir junto a sus paisanos a la manifestación convocada en la Puerta del Sol. Es sábado de agosto y Madrid sestea a 6.698 kilómetros de distancia, los que separan Sol del Este de Caracas, cuando María Corina aparece subida en un camión. Maduro ha conseguido que nada de lo que pasa en Caracas se quede en Caracas y miles de venezolanos se concentran a esa hora en el centro de Madrid. Una escena que se repite en Tenerife, Valladolid o Miami.
Incluso entre mis amigos socialmente más sensibles se reproduce la imagen del venezolano rico que se apropió del barrio de Salamanca. La frase suele venir de quien jamás podrá vivir en Lagasca, pero poco dicen del dinero saudí o estadounidense que está detrás del fondo que controla 300 pisos en Puerta del Ángel. En general, jode ver a latinoamericanos ricos. Los preferimos limpiando nuestras casas o cuidando a nuestros ancianos.
Una de las historias del último año sobre la que recibí más correos tiene que ver con los venezolanos normales y corrientes. Jóvenes que trabajan en Rappi, en Carrefour o vendiendo recambios para móviles y que, a diferencia de otros emigrantes, solo quieren volver a su tierra cuanto antes. Venezolanos que jamás pensaron en votar a María Corina, ni reciben dinero de Elon Musk. Solo trabajan de siete a siete poniéndonos el café.
Las oleadas de venezolanos que llegaron a España coincidieron siempre con alguna crisis electoral. De Capriles a Leopoldo López y ahora a Edmundo González. Una y otra vez los venezolanos vinculan sus esperanzas a la vía electoral, pero una y otra vez esta película termina con la salida de más gente.
El escándalo generado en España por el reparto de unos pocos miles de subsaharianos provocó una polémica que haría sonreír a Colombia. Tres millones de venezolanos han salido en los últimos años a Colombia, un país de renta media que ha asimilado con una tranquilidad pasmosa un éxodo sin comparación en Europa. En Perú o Brasil se han vivido oleadas similares. De Venezuela, salieron primero los ricos, después las clases medias y en los últimos años los más jodidos de la pirámide. Los migrantes que no tienen dinero ni para pagar al pollero y toman las rutas más inhumanas para largarse. La frontera entre México y Estados Unidos está desbordada de venezolanos malviviendo en centros de acogida y la cruel selva del Darién engulle cada año a cientos de familias venezolanas.
Cae la tarde en Madrid y en una terraza de la Avenida de América, Wilson toma una caña con otros seis amigos y familiares. Piden dos cañas, dos aguas con gas, dos fantas y unas aceitunas. Vienen de la Puerta del Sol y el más alto de ellos lleva un cartel en el pecho que pone “Maduro dictador”. Es uno de los casi 70.000 venezolanos que viven en Madrid, pero los periódicos del día siguiente hablarán de Abascal, de Zapatero y de Monedero y poco de Sara o de Wilson. Ellos, sin embargo, volverán a quedarse dormidos hablando con los suyos de madrugada. Tardarán en cerrar los ojos enganchados a las redes sociales o buscando la manera de hacerles llegar unas medicinas. Pedirán a los suyos que tengan cuidado, que no salgan a la calle, que no vayan a protestar y que si lo hacen, lleven un casco y un pañuelo mojado en vinagre para contrarrestar los gases lacrimógenos. Pero mientras llega el día del cambio no se fíen de mí y tómense un rato para escuchar sus historias. Y, si pueden, dejen propina.
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