No se trata aquí de los debates electorales, ni de los ataques a la candidata Xóchitl Gálvez por el comportamiento de su hijo años atrás, ni del enjambre de porquería que se difunde en las redes sociales, no. Se trata de basura propiamente dicha. De los miles de toneladas de lonas plasticosas que se acumulan arrugadas en las calles y los puentes peatonales sobre las autopistas de Ciudad de México, haciendo casi imposible el trayecto de los viandantes en algunos puntos. De un día para otro, la cara de un candidato es sustituida por la del siguiente sin que nadie se ocupe de retirar lo anterior, diseminado por doquier convirtiendo la ciudad en un fenomenal tiradero que hace desear, eso más que nada, que acabe de una vez la campaña electoral.
La dificultad de reciclar esas lonas, que no son biodegradables por más que mientan sobre eso, plantea un severo problema, en una ciudad donde la gestión del plástico parece ya tarea imposible, sin que hayan servido de mucho las directivas legales dictadas al respecto. Los plásticos siguen envolviendo casi cualquier cosa, desde las salsas hasta los jugos, las comidas que muchos restaurantes envían a casa y cada filete de pollo en el mercado. Las elecciones, en lugar de servir de ejemplo, vienen ahora a enterrar a la ciudadanía bajo miles de lonas. Buena parte de esos reclamos electorales acompañarán a los capitalinos durante algunos años, porque su más probable posibilidad de reciclaje serán los puestos ambulantes, que se cubrirán con esos plásticos para dejar las calles, de nuevo, con un aspecto poco decorativo: tianguis electorales.
La ciudadanía es consciente del atasco de carteles y no acaba de estar de acuerdo, sabedora del dinero que se gasta en ello y de la suciedad que deja. Como los debates electorales, habría que calcular en qué medida decide el voto el hecho de que una persona pase cada día con su coche delante de un balcón peatonal atiborrado de propaganda o pasee por una calle donde hay 50 metros de pared desde donde le mira un candidato 50 veces. Lo más natural es que observe con el ceño fruncido aquellos carteles que no son de su gusto ideológico y pase sin pena ni gloria frente a los de su preferencia. Si se desconoce cuánto puede inclinar el voto un solo cartel, igual se ignora si 50 pueden ser más eficaces. La repetición incesante de lonas suena, de ese modo, más a un alarde de fuerza y poderío, de derroche, que a la necesidad de dar a conocer al candidato. En tiempos de redes sociales, televisiones y audiovisuales, se percibe más innecesario que nunca.
El paisaje de la democracia es también el de los carteles en las calles, sin duda. De alguna manera hacen partícipe a la ciudadanía de la llegada de las urnas, cuentan que los partidos están vivos, que hay confrontación de propuestas, que ha llegado el sagrado momento en que las personas valen lo mismo, un voto, tengan lo que tengan y sean del color que sean. Que las calles son de todos y llaman al interés por la política. La cuestión es si para todo ello es necesario ese tsunami de porquería de plástico.
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