Esta es la newsletter de Madrid. La escribimos un grupo de redactores de EL PAÍS que cada día ponemos a prueba por la vía empírica la máxima De Madrid al Cielo. La enviamos de lunes a jueves a las seis de la tarde, y los viernes, dedicada a propuestas de cultura para el finde, a mediodía. Si no estás suscrito y te ha llegado por otro lado, puedes apuntarte aquí.
Para desgracia de mi abuelo, nunca me ha gustado el fútbol. Más bien, nunca me ha interesado. En casa, ninguno somos especialmente forofos de ningún equipo y eso, en Bilbao, donde tu predisposición genética es ser athleticzale (aficionado del Athletic), también es una desgracia. Como lo fue que mi aitite, desde bien pequeño, se declarara merengue, merengue, más del Madrid que cualquiera, en vez de, como buen guipuzcoano, llevar por bandera el blanco y azul de la Real Sociedad. Él se quedó con el blanco. Digo desgracia porque me he dado cuenta de que el fútbol es muy importante, importantísimo, sobre todo en un ambiente laboral. Uno de mis compañeros siempre dice: “En el trabajo tienes que ser simpático, ofrecerte a hacer cosas y ver el fútbol”. Tiene razón. Y si trabajas en Madrid, tienes que saber del Madrid y ver al Madrid. No hay otra. El desinterés familiar por el fútbol me ha quitado una de las tres patas del buen trabajador y ―esto lo he aprendido hace poco― un sentimiento que jamás he experimentado ni experimentaré, pero, por alguna razón, echo de menos: ser niña y visitar por primera vez el estadio de tu equipo. Ocurrió la semana pasada, cuando mis sobrinas postizas, de nueve y 12 años, vinieron de visita a Madrid con sus padres. La familia vive en un pueblito aragonés de unos 200 habitantes y las niñas llegaron a la capital como se llega cuando eres crío y nunca has estado en una ciudad tan grande, con la sensación de estar viviendo la mejor de las aventuras. Todo es alto, ruidoso, brillante. La visita era de tres días y el plato fuerte estaba programado para el segundo: visitar el recién estrenado Bernabéu. Porque, sí, ellas también son del Real Madrid. No hablaban de otra cosa: ¿cómo sería estar en las gradas?, ¿a qué olería?, ¿podrían gritar para ver si hay eco?, ¿les dejarían comprarse algo? Y, lo más importante para la pequeña, sacarse el carnet de madridista junior, disponible hasta los 14 años y por el que pagas 10 euros el primer año y 20 los siguientes. “Tu carnet no es solo el símbolo del sentimiento que nos une, es también la llave que te abre un mundo de ventajas”, dicen en la página web del equipo. Las ventajas son descuentos, sorteos y alguna cosa más. “Vamos, una forma más de sacarte dinero”, pensaba yo mientras la niña nos lo explicaba, emocionadísima.
También tenía en mente el reportaje de mi compañero Manuel Viejo sobre cómo ha cambiado el distrito de Chamartín con la remodelación del Bernabéu: el precio de los alquileres se ha disparado casi un 50%, nuevos aparcamientos que han puesto a los vecinos en pie de guerra, conquista de locales vacíos y obras eternas.
Estaba cínica y criticona. Me arrepentí en cuanto vi salir a las dos hermanas del estadio, con sus bufandas al cuello y las sonrisas más grandes y bonitas del mundo. Traían pegatinas, pines, bolígrafos, el carnet oficial de madridista junior y una carta de bienvenida firmada ―en teoría― por Luka Modrić. “Hola, Madridista”. La pequeña no se quitó la bufanda en toda la cena. ―¿Qué es lo que más te ha gustado? ―Tocar la copa, ha sido como, como… Enviaron fotos a sus amigos, nos enseñaron una y mil veces las que se habían hecho en las gradas, con los brazos en alto y la mirada llena. En ese instante, deseé tener nueve años otra vez y ser yo quien visitaba por primera vez el estadio del equipo favorito de mi abuelo. |
No hay comentarios:
Publicar un comentario