Resumida, la noticia reza: “Varios miles de agricultores participaron ayer en una movilización que tiene prevista su llegada a Madrid. Los agricultores llegaron a ocupar las carreteras en varias ocasiones. Reclaman ayudas urgentes para solucionar los problemas de un sector agrario en reconversión”. Podría ser cualquier web de ayer mismo, pero es un compendio de teletipos… de febrero de hace 30 años. Las movilizaciones comenzaron al final del franquismo y a lo largo de este tiempo han sido una constante en el sector, con capacidad para reunir a miles de personas. Ese hecho y la importancia clave que juega para la alimentación de todos otorgan a sus protestas, dentro y fuera de España, un peso muy superior a su relevancia socioeconómica —el sector primario supone el 1,9% del PIB europeo, un 2% de la población y el 5% del empleo total—. Peso como para que la Comisión haya cedido en su agenda verde, una de sus prioridades absolutas, y aparcado la polémica normativa sobre pesticidas, entre otras concesiones. O las medidas cifradas en 400 millones de euros que se ha visto obligado a poner en marcha Macron.
¿Qué quiere el campo? Por varios países de Europa, entre ellos España, se repiten exigencias como rebajar los impuestos al gasoil, mejorar los márgenes de los agricultores, dañados por la gran industria y la gran distribución, o frenar la caída de precios en origen. Y la oposición a normas medioambientales que el sector, que se siente amenazado por la transición ecológica, ve excesivas. O el rechazo a tratados comerciales que, critican, los sitúan en desventaja frente a competidores con una normativa más laxa y menores costes de producción.
¿Qué está pasando en el campo? Esa es la pregunta con la que titula hoy su artículo Marcos Garcés, agricultor y ganadero turolense. “Yo soy agricultor y estoy concienciado con la lucha contra el cambio climático y con la mejora de mi suelo. (…) Es evidente que tenemos que adaptarnos (…). Pero a la vez es verdad que cada vez estamos más ahogados por normativas carentes de sentido, ahogados económicamente y ahogados socialmente en territorios despoblados” y sin servicios. “Es una decisión de toda la sociedad qué modelo de agricultura queremos”, abunda en su texto, que puede consultar aquí.
“Mi ADN está cargado con la herencia de generaciones de agricultores y ganaderos” comienza su reflexión Víctor Viñuales, director ejecutivo de la organización ambiental Ecodes. Desde esa perspectiva opina que los agricultores aciertan al quejarse “de la endiablada burocracia, de la competencia desleal de algunos productos que entran sin cumplir las mismas reglas, de los bajos precios —en general— de sus productos, de los terribles daños económicos causados por los fenómenos atmosféricos extremos (…)”. Pero, prosigue, “de nada valdrá conseguir las reivindicaciones que piden algunos agricultores si el cambio climático sigue trayendo sequías históricas, olas de calor insoportables para las plantas y los animales, tormentas repetidas con pedrisco (…) Todos —las gentes de la ciudad y las gentes del campo— nos tenemos que unir para frenar todo lo posible el cambio climático. Es la gran tarea de la humanidad y no hay sector al que esta emergencia dañe tanto como al agroalimentario”. Los agricultores tienen razón, en algunas cosas se titula su texto.
Ya en julio pasado, Cristina Monge acentuaba que mientras quienes viven en ciudades de más de un millón de habitantes son los más esperanzados con la transición ecológica, la población “residente en los municipios rurales dice sentirse impotente, disgustada e indignada. Son, además, los que se sienten más ninguneados y menos escuchados. Sobre estos sentimientos cabalga la ultraderecha en toda Europa”. Puede recuperar su La transición ecológica en el mundo rural: test de estrés para la democracia.
Y la política, claro. ¿El campo es ontológicamente conservador? Probablemente sí, en un sentido más sociocultural y económico, de apego a lo tradicional, que político. En esta ira que cabalga a lomos de un tractor se mezclan múltiples factores, pero está siendo claramente aventada por las derechas —en especial la extrema— con la mirada puesta en las trascendentales elecciones europeas del 9 de junio y, además en el caso español, en desgastar al Gobierno de Pedro Sánchez, como refleja el maestro Peridis en la tira que encabeza estas líneas.
Máriam Martínez-Bascuñán recalca que el miedo existencial de los agricultores es “bien real y sus reivindicaciones hablan de las dificultades de la transición ecológica, pero asunto distinto son los ropajes con los que se presentan”. Y defiende que “los grupos de agricultores ya han conseguido crear una coalición europea impulsados por esa narrativa reaccionaria que aprovecha y explota las contradicciones de todo problema complejo”. Lea aquí Tractores ultras.
Un factor no desdeñable en las protestas tiene algo de guerra cultural entre el campo y la ciudad. Como con los toros, la caza o unas supuestas esencias de la nación, es agitado por la extrema derecha —y por la derecha a secas— en favor de su propia agenda. Pero sería un error obviarlo. Recuerda Sergio del Molino que “los carlistas se alimentaban del resentimiento labriego de unos aldeanos que se sentían abandonados —con razón— en el culo del mundo. El único remedio era acogerlos en el cuerpo político de la nación. Salvando todas las distancias históricas, en el fondo, seguimos en las mismas. Las élites urbanas se llevan las manos a la cabeza al ver cómo Vox se infiltra en los discursos y las organizaciones campesinas (…), pero hasta ahora no han prestado la menor atención a sus quejas”. Su reflexión en este Lecciones de las guerras carlistas para las tractoradas de hoy.
Mientras, Berna González Harbour incide: “Los problemas del campo merecen ser abordados desde la preocupación por los trabajadores del sector, por la calidad de nuestra alimentación y por los criterios de una explotación sostenible, faltaría más. Pero no desde un nacionalismo irresponsable que solo conviene a los intereses de corta mira, nunca a los colectivos”. Nacionalismo tomatero es el título de su columna.
En este caldo conviene recordar lo que Begoña Quesada escribe en Lecciones de un escarabajo sobre el populismo, un texto que comienza hablando de las protestas agrícolas de enero en Alemania: “Bien porque determinados grupos consideran que no se toman soluciones efectivas contra sus problemas, bien porque las redes sociales exageran la polémica, el debate se inflama, se aleja de los hechos y se ideologiza. Todo el mundo quiere tener razón y esta de forma absoluta”.
Dos editoriales en cinco días ha dedicado EL PAÍS a las protestas agrarias. El día 4, en Por una agricultura sostenible señalábamos que merecen “una respuesta adecuada, tanto por parte de la Comisión Europea como de las autoridades nacionales, pero sin poner en cuestión los cimientos de la solidaridad y la apertura de los mercados europeos”. Y en ningún caso “se debería aceptar que una crisis coyuntural ponga en duda los objetivos prioritarios que se ha marcado la UE en cuanto a la necesidad de una agricultura compatible con la lucha contra el cambio climático y adaptada a las demandas de un consumo cada día más responsable”.
Hoy mismo, editorializamos en El campo clama que “la agricultura europea precisa una reforma en profundidad que ofrezca a los agricultores una perspectiva de futuro”. Las soluciones no pasan, prosigue el editorial por el abandono de los estándares medioambientales, “como plantean algunos convocantes de las tractoradas contaminados por la agenda del negacionismo climático de la ultraderecha euroescéptica y al que se ha sumado (…) Feijóo al hablar de ‘dogmatismo ambiental’. Todo lo contrario. La salud ecológica no es una amenaza para el sector agrario sino la condición de su supervivencia”.
Hablábamos de razones. La razón se pierde cuando alguien —muchos alguien—, por comprensibles que sean sus quejas, se siente con fuerzas para llamar en WhatsApp a paralizar Madrid y otras grandes ciudades o a parar la economía. Sea cual sea la pregunta, el populismo ultra no es la respuesta.
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