Muy buenos, y humeantes, días, lectores,
Los titulares de los periódicos y los noticieros en estas fechas hablan de incendios: que siguen ardiendo por distintas partes del territorio, que las autoridades luchan aquí y allá por contener las llamas, que el 70% del país está en riesgo de convertirse en cenizas… Pero si no fuera porque las montañas verdes que definen nuestros paisajes llevan varios días y noches produciendo humo sin parar, cualquiera podría interpretar esas noticias como metáforas.
Dicen, por ejemplo, que la alerta por el fuego afecta ya a 883 de los 1.100 municipios que tiene el país. En la cabeza de un colombiano que lee esto, fácilmente las llamas podrían representar enfrentamientos armados, o simplemente violencia, más genéricamente. Es porque estamos acostumbrados a convivir con las chispas de violencia que crecen y se expanden en incendios regionales, en los que los grupos armados son las llamas, y las economías ilegales, las hojas y palos secos que sirven de combustible. Y la respuesta estatal también tiene un aire reconocible: los jefes gubernamentales anuncian ante las cámaras que se movilizan a cientos de agentes para contener el avance de las llamas allí donde arden. Con chaqueta de bomberos o uniforme de soldado, da lo mismo, los respectivos incendios necesitan ser ahogados.
Pero el peculiar paralelismo no se agota ahí. El alcalde Carlos Fernando Galán dijo ayer que “dependemos del viento” en la lucha contra los incendios de los Cerros Orientales de Bogotá. Y es que el fuego, como la violencia, es hasta cierto punto impredecible; está sujeto a los caprichos del viento, a los vaivenes que mueven las hojas de los bosques, o de los disputadísimos campos de coca. Esto es cierto en el momento en que los incendios están ardiendo y significa que la respuesta es falible, incluso puede ser contraproducente. Por ejemplo, en la noche no se puede verter agua sobre los montes en llamas porque podría causar un corto en los cables de alta tensión que pasan por la zona y extender el fuego, igual que hay que tener cuidado de cómo se enfrenta una disputa entre bandas criminales en una ciudad por el riesgo que existe de extender la violencia con una operación en falso que en lugar de amainar la tensión la haga explotar.
En las condiciones que nos han hecho llegar a este punto de alarma también podemos encontrar similitudes. Estamos atravesando una temporada seca más fuerte de lo normal y nada que llegan las nubes que suelen posarse sin falta sobre nuestros cielos, eliminadas de combate antes de su destino por El Niño y el calentamiento global. El alias El Niño remite a un sanguinario criminal, esquivo como él solo, del cual no sabemos ni cómo se ve, ni en dónde está exactamente, solo que es una presencia que calienta el ambiente y prepara el terreno para que la más mínima chispa se convierta en incendio.
Espero no ser solo yo quien por un momento se descubre a sí mismo leyendo las mismas historias de siempre, aunque sean distintas. Porque si algo se aprende viviendo en Colombia es que la violencia es ubicua y el lenguaje de catástrofes también: en las conversaciones flotan las “zonas rojas” y los “ahí no se puede entrar”, refiriéndose a la violencia o a las llamas. Entonces recibimos con una perturbadora familiaridad las alarmas de fuego y el miedo que nos produce, y me parece que queda claro que hoy, y siempre, Colombia es un país incendiado y nosotros estamos condenados a mirar las llamas, atentos, con la vaga esperanza de que el monte deje de arder. |