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Cuando me mudé a Madrid, viví siete meses en una de las calles perpendiculares a la calle de Hortaleza, donde acaba, o empieza, el barrio de Chueca. No confundir con el distrito Hortaleza, al norte de la ciudad, y al que llegó mi primer carnet de la biblioteca madrileño. Lo mismo ocurre con Fuencarral, calle y distrito, cada uno en una punta, o con La Latina, distrito y barrio a la vez. El caso es que todos los días me recorría Hortaleza, la calle, de arriba a abajo, porque mi pisito sin ventanas y con sofá minúsculo estaba casi al final, frente a lo que más tarde descubrí que fue el primer teatro-bar de Madrid, Lady Pepa, Por desgracia, nunca lo llegué a ver abierto.
Me encantaba mi paseo por esa ecléctica arteria del centro de Madrid, donde convivían antiguas tiendas de arte, pizzerías-kebab, locales de sushi una iglesia, la antigua sede de UGT, un par de supermercados, locales medio abandonados, zapaterías de toda la vida, farmacias, estancos, tacos a un euro y salas de boxeo. Tenía la sensación de que todo lo que tenía que pasar pasaba allí, el Madrid más gentrificado y el de siempre, librando un pulso permanente por ver quién se quedaba con más metros de acera. Pero, como suele ocurrir, los comercios pequeñitos y clásicos tienen las de perder.
Aunque los locales iban y venían, había uno (y sigue allí, indómito) que se convirtió en mi favorito y hasta esta semana no he entendido por qué. Está casi al comienzo de la calle, en un pequeño hueco a la izquierda, como si en esa zona faltara un pedazo de edificio porque le hubieran dado un mordisco al bloque. Entre una cadena de tacos y una franquicia de ropa, justo encima de un bar de nombre Muerde o chupa ―donde se pueden pedir “nachos vidales”, cócteles con formas genitales o el perrito caliente “qué mamada”―, hay un cartel blanco con letras azules, mayúsculas, que reza: PELUQUERÍA DE SEÑORAS. Y en rojo y cursiva, un conciso Manoli.
No sabía por qué me llamaban tanto la atención esa ventana con rebordes plateados, los asientos naranjas, a juego con la pared, o los clientes sentados con su batín blanco. La peluquería lleva abierta desde 1967, eso dicen en su cuenta de Instagram, y puede que fuera eso, que mientras todo a mi alrededor daba vueltas e intentaba sobrevivir a la ciudad, el pequeño local de aspecto familiar seguiría ahí cada vez que volviera a casa.
Creo que me equivocaba. Ya no vivo ahí, estoy acostumbrada a la ciudad y, siempre que paso por delante, me invade la misma sensación de confort. Esta semana, un amigo me dio la clave mientras comíamos. Él es de Santander, pero vive en Madrid desde hace casi 10 años, y la forma que tiene de calcular cuándo es hora de volver de visita era si le ha crecido demasiado el pelo. Trabaja en Madrid, se compra la ropa en Madrid, va al médico en Madrid, pero las puntas solo se las corta en la peluquería de su antiguo barrio, el que lo vio crecer. Y no es el único. Muchos amigos han aprovechado estas navidades para recortar, teñirse o lo que sea. Todos esos amigos viven en Madrid y ninguno ha llevado a cabo la tarea en la capital (salvo los que son de aquí), todos lo han hecho en “casa”.
“No te mudas del todo hasta que no encuentras tu peluquería de confianza”, me dijo este amigo cántabro que, por fin, tiene la suya. No ha sido fácil y ni siquiera está en su barrio, sino a unos 40 minutos en transporte público, que recorre religiosamente y feliz cada vez que necesita un retoque. Le hablé de mi (aunque no he ido nunca) peluquería de la calle de Hortaleza, más de lo que pensaba que haría. Igual es el momento de mudarme de verdad. |
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