Buenos días.
Bernardo Arévalo tomó posesión el pasado domingo como presidente de Guatemala. Era lo que estaba previsto desde el pasado mes de agosto, cuando este sociólogo progresista experto en resolución de conflictos ganó la segunda vuelta de las elecciones tras convertirse en la gran sorpresa de la contienda. Sin embargo, lo previsible no coincidía con lo obvio en el país centroamericano. Durante cinco meses, el líder del Movimiento Semilla, un partido nacido al calor de las protestas estudiantiles de 2015, se enfrentó a la persecución de un bloque de poderes -políticos, económicos y de un sector judicial- que estuvieron a punto de frustrar la investidura.
La cabeza visible de ese entramado, conocido como "pactos de corruptos", es la fiscal general, Consuelo Porras, una funcionaria sancionada en 2022 por corrupción por el Departamento de Estado de Estados Unidos. El Ministerio Público intentó inhabilitar la formación ganadora e incluso anular el proceso electoral. Esa embestida no prosperó y además se estrelló con el muro de la resistencia indígena, que lleva desde octubre movilizada para defender el traspaso de poderes, y con la atenta vigilancia de la comunidad internacional, con a la cabeza Estados Unidos, la Unión Europea y Gobiernos latinoamericanos como el colombiano de Gustavo Petro o el chileno de Gabriel Boric.
Con todo, el presidente Arévalo, cuyo movimiento apenas cuenta con 23 escaños de 160 en el Congreso, se asoma ahora a retos enormes. En primer lugar, concretar su promesa de lucha contra la corrupción, que fue el resorte de su triunfo electoral y el origen de la carrera de obstáculos que tuvo que afrontar. Y en segundo lugar, reducir la pobreza, que alcanza al 55% de la población. La gestión de los servicios públicos, como la debilitada educación, la sanidad, la seguridad, o las infraestructuras completan un panorama endiablado en el que el mandatario necesitará el respaldo de amplios sectores sociales -le votó el 60% de los guatemaltecos- y de aliados internacionales.
Nuestra compañera Lorena Arroyo viajó la semana pasada a Ciudad de Guatemala para relatar la recta final de la transición en medio de horas tremendamente tensas. Entrevistó a Arévalo, quien le reiteró su compromiso de acabar con la corrupción, y contó la agónica sesión del Congreso en la que un grupo de diputados trató de torpedear la investidura, retrasando la ceremonia cerca de nueve horas. El desenlace tuvo un final feliz, esto es, democrático. Guatemala comienza una nueva etapa con expectativas enormes.
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