Esta es la newsletter de Madrid. La escribimos un grupo de redactores de EL PAÍS que cada día ponemos a prueba por la vía empírica la máxima De Madrid al Cielo. La enviamos de lunes a jueves a las seis de la tarde, y los viernes, dedicada a propuestas de cultura para el finde, a mediodía. Si no estás suscrito y te ha llegado por otro lado, puedes apuntarte aquí.
Las fiestas en casa, la libertad de horarios, jugar a la consola en la tele del salón... Todo eso estaba muy bien, pero lo que más ilusión me hizo al independizarme fue pasear con mi primer carrito de la compra. Tenía entonces 26 años según el carnet y unos 80 según mi alma de abuelo. Empecé a pasear aferrado a mi carrito azul, traqueteando por los adoquines de las callejuelas de Lavapiés. Feliz.
Entré en las carnicerías halal, las más baratas del barrio; en las fruterías bangladesíes donde, además de frutas exóticas, había arroz al peso y lentejas de colores. Fui a una pescadería tan caótica y surtida que parecía una lonja diminuta (sigo yendo, está en la calle Esgrima y es una maravilla), a una casquería, a una mercería… Conocí el barrio haciendo la compra y a sus vecinos pidiendo la vez.
Al poco tiempo, empecé a pasear mi carrito por el barrio con la chulería de quien conduce un Porsche con la música a todo trapo y la ventanilla bajada. Hacía la venia a otros clientes y saludaba a los tenderos como a viejos amigos, charlando animadamente sobre sus hijos, el tiempo o las obras (repito, 80 años en el alma). Me di cuenta de que la cosa se me estaba yendo ligeramente de las manos cuando mis compañeros de piso me confesaron que les daba vergüenza ir conmigo a comprar. Preferían ir solos al Carrefour 24 horas.
Ellos usaban un carrito de supermercado. Puede parecer algo similar, pero en realidad es la antítesis del carrito de la compra. Para empezar, el de supermercado siempre va por delante del comprador. No lo llevas tú, te lleva él a ti. Sus ruedas te desvían a los lados para acercarte a las estanterías, fomentando la compra. Está pensado para recorrer los pocos metros de un espacio privado, animándote a adquirir todos los productos en una misma superficie, eliminando el paseo y el acto social de la compra. Fomenta el uso del coche porque no te acompaña hasta la nevera de casa, sino hasta la caja. Una vez que has pagado, gestiona tú ese peso. Además, el carrito de supermercado no te trata como un vecino, sino como un delincuente. Te secuestra un euro que solo escupe si lo dejas en su sitio, está fabricado para dudar de tu civismo. Odio esos malditos carros.
Por el contrario, el carrito de la compra está diseñado para moverse por el espacio público. Permite recorrer distancias medias sin pesadez, fomentando la compra en diferentes comercios. Ni asociaciones vecinales, ni movimientos políticos, no hay nada que haga más barrio que un carrito de la compra. Convierte un anodino paseo en algo práctico e interesante, al pedante flâneur en un cercano vecino. Incluso hay unos modelos que se pueden convertir en asiento, para que descanses en cualquier lado e improvises una tertulia. Son los Transformers de barrio, menos épicos, pero mucho más prácticos que los de las películas.
Sueño con comprarme uno de estos nuevos modelos (para cuando tenga 90 años en el alma), pedir la vez en la carnicería y desplomarme sobre mi carro-silla declamando al cielo: “¡La primera vez que me siento en todo el día!”. O sentarme un rato de vuelta a casa e improvisar un vermú con las amigas. En realidad, lo del periodismo es una excusa para hacer tiempo, lo que yo quiero ser de verdad es amo de casa. Un abuelo de barrio.
Pero me estoy desviando… lo que quería decir es que se puede definir un barrio por cómo llega la compra a las neveras de sus vecinos. Se puede saber, más que su dieta, sus costumbres y su urbanismo. Yo sigo paseando con mi carrito de la compra, pidiendo la vez, dando conversación a tenderos y vecinos, haciendo y consumiendo barrio. Pero sé que esto solo es posible en ciertas zonas de la ciudad.
Madrid se ha empeñado en crecer a la sombra de enormes hipermercados. Barrios de periferia sin alma ni pequeño comercio, donde las carreteras, los centros comerciales y los cajeros autopago definen la compra. Donde los vecinos solo se encuentran en los atascos y salir a por comida no es un acto social sino de supervivencia. Por eso medran aplicaciones como Glovo, porque el turbocapitalismo ha destruido hasta algo tan bonito y placentero como ir a hacer la compra. Y por eso sigo pensando lo mismo que con 26 años: no hay elemento doméstico más político y más práctico que un carrito de la compra. |
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