Esta es la newsletter de Madrid. La escribimos un grupo de redactores de EL PAÍS que cada día ponemos a prueba por la vía empírica la máxima De Madrid al Cielo. La enviamos de lunes a jueves a las seis de la tarde, y los viernes, dedicada a propuestas de cultura para el finde, a mediodía. Si no estás suscrito y te ha llegado por otro lado, puedes apuntarte aquí.
La idea para esta newsletter era escribir sobre un fenómeno que ha invadido Madrid (y poco a poco otras ciudades, como un virus) y del que ya nadie puede escapar: las cafeterías con café de especialidad o, como se presentan todas y cada una de ellas, los specialty coffee. En este reportaje de El Confidencial explican muy bien qué es este nuevo auge y, en este artículo, la compañera de EL PAÍS Gastro Helena Poncini cuenta qué narices es el café de especialidad. Pero mi queja banal tendrá que esperar, porque el martes pasó una cosa que no me quito de la cabeza.
21.20. Mi pareja y yo nos montamos en el metro, línea 5, parada La Latina, con la intención de bajarnos 10 estaciones después, en Ventas, para ir a un cumpleaños. El vagón está bastante lleno, no hay hueco en los asientos y nos quedamos de pie. Un viaje más de los tropecientos que hacemos a la semana. O no. Un par de paradas después, en Ópera, las puertas se abren y dos chicos de unos 18 años entran en el vagón. Parecen gemelos: pantalones de chándal oscuros, bomber verde, cabeza rapadísima, anillos grandes, de plata, que ocupan tres dedos de la mano —índice, corazón y anular— botas enormes y negras, y una actitud de ser los dueños de todo.
Se quedan de pie, a un metro de donde estamos, e inspeccionan al resto de pasajeros, desafiantes. Mi cuerpo se tensa, me separo de mi pareja y nos miramos. “Son skinheads”, me dice ella en un susurro. Lo sé, los he visto más veces. Cuando me mudé a Madrid y vivía en Chueca los vi marchar al grito de: “Fuera ‘maricas’ de nuestros barrios”. Una manifestación neonazi por la que, por cierto, la Fiscalía abrió una investigación de oficio.
También sé que organizan actos semiclandestinos en Madrid, como contó mi compañero Jacobo García en este reportaje. Y que han sido uno de los grupúsculos que han arengado las manifestaciones contra la amnistía en Ferraz. Sé todo eso. Sé que no son muchos, sé que, justo estos, son dos niñatos que acaban de cumplir la mayoría de edad pero, aun así, sentí miedo. Sentí que el vagón les pertenecía y que cualquiera de los que estaba allí —la mayoría personas no blancas, a las que miraban con asco y de cuyos acentos se burlaban, bien alto— era una potencial víctima.
¿Se bajarán en la siguiente parada y seguirán a la mujer con rasgos asiáticos que se ha cambiado de sitio? ¿Por qué miran tanto a ese padre, alto y de tez oscura, y a su hijo? ¿De quién se ríen? ¿Nos habrán visto darnos la mano?
Dos paradas más, Gran Vía. Un hombre latinoamericano, mayor, entra en el vagón con un altavoz colocado sobre una pequeña carretilla. Se presenta y empieza a cantar. Lo miro, los dos chicos lo miran y, luego, se miran el uno al otro. Sonríen. El hombre termina la canción y camina por el vagón, dando las gracias y agachando la cabeza. Entonces, cuando está cerca de los dos chicos, uno pregunta: “¿Este?”. “No, este no”, responde el otro.
¿Qué hubiera pasado si la respuesta hubiera sido “sí”? ¿Le habrían seguido para darle una paliza? ¿O puesto la zancadilla para que cayera al suelo y así reírse de él? ¿Si este hombre se había librado, quién sería la persona escogida? ¿Se iban a casa o a ver qué encontraban por ahí? ¿Alguien los habría parado? ¿Yo lo habría parado? No sé.
Tampoco sé si siempre han invadido los espacios como el martes o si ahora sienten mayor legitimidad para hacerlo que hace unos años, envalentonados por esos 200 falangistas que se reunieron frente a la sede del PSOE a cantar el Cara al Sol con el brazo en alto apenas cinco días antes. No sé si cada vez son más, si lo mejor es hacer como que nada ha pasado, si hay que ponerles en evidencia o qué.
No sé nada, solo que durante los 25 minutos que duró el trayecto —bueno, y los dos días siguientes, porque, por algún motivo, no logro sacarlo de la cabeza— fui menos libre. También la veintena de personas que estaba en ese vagón y que, como yo, los miraba por el rabillo el ojo, con la espalda recta y esperando que no se bajaran en su parada. Y eso que vivimos en la ciudad de la libertad. |
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