Esta es la newsletter de Madrid. La escribimos un grupo de redactores de EL PAÍS que cada día ponemos a prueba por la vía empírica la máxima De Madrid al Cielo. La enviamos de lunes a jueves a las seis de la tarde, y los viernes, dedicada a propuestas de cultura para el finde, a mediodía. Si no estás suscrito y te ha llegado por otro lado, puedes apuntarte aquí.
Cuando llegué a vivir a Madrid, noté que algo faltaba en las calles. “Parce, en Madrid no hay niños”, le conté, perpleja, a mis amigos, por teléfono tras mi primera semana en la capital. En Bogotá, el 19% de sus habitantes son menores de 14 años; en Madrid son apenas el 12%. Siete puntos porcentuales de diferencia que se ven en las calles. Y, en algunas más que otras: en 2019, mi compañero Daniele Grasso contó EL PAÍS cómo en 10 de los 21 distritos de la capital había más perros que niños de entre 0 y 9 años. Cuando noté que en Madrid no había niños, también eché en falta muchas otras cosas. Las áreas infantiles cada pocas manzanas, las decenas de guarderías en los barrios y sus muros de colores, las bicicletas, la rayuela y otros juegos pintados en el suelo, el ruido, los correteos. Con detalles, la ciudad revela síntomas de que algo está pasando: el dragón de la Elipa, por ejemplo, perdió su tobogán y sus fauces fueron tapiadas en 2008. Pero el panorama parece cambiar, o al menos eso espero. La semana pasada, mi compañero Juan José Martínez publicó una historia sobre la diáspora colombiana en Madrid. Entre las cifras del Ministerio de Interior que pasaron por su escritorio, hubo una que me llamó la atención: la de los menores migrantes que solicitaban asilo. En el último año, 24.755 niños llegaron a España desde todos los rincones del mundo solicitando protección internacional, son el 15% del total de solicitudes de asilo. Madrid, seguramente, será el hogar de muchos de ellos y debe estar a la altura. No sé si siempre lo esté. En mi edificio, por ejemplo, hay dos niñas que son amigas, una de China y otra de Ucrania, y entre ellas hablan en castellano y, luego, llaman a sus madres en sus idiomas. Pero también me sorprende que no veo en el barrio un lugar para que jueguen. Las pequeñas corretean entre las mesas de las terrazas de los tres bares de la manzana, entre copas, cigarrillos y un mar de adultos. A veces, se ponen unos patines y se mueven entre el fondo de su casa y el pasillo. En el septiembre pasado, además, conocí dos familias en aprietos porque no encontraban plazas en educación infantil en Móstoles. Ambas familias, casualmente, eran migrantes. Siempre es buena noticia que lleguen nuevas personas a una ciudad. Y, supongo, será aún mejor noticia que aquí lleguen nuevos pequeños madrileños. Ojalá y sea un impulso para pensar en una ciudad a la medida de ellos también: con suficientes plazas en la educación infantil pública, con los pediatras que se necesitan en los centros sanitarios, con espacios seguros para caminar, patinar y andar en bicicleta, con más y más zonas infantiles. Las ciudades que son construidas no solo a medida de los adultos se ven diferentes, más amables, como muestra Diseño de calles para la niñez, una guía de diseño urbano del Global Design Cities que recomiendo. |
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