Esta es la newsletter de Madrid. La escribimos un grupo de redactores de EL PAÍS que cada día ponemos a prueba por la vía empírica la máxima De Madrid al Cielo. La enviamos de lunes a jueves a las seis de la tarde, y los viernes, dedicada a propuestas de cultura para el finde, a mediodía. Si no estás suscrito y te ha llegado por otro lado, puedes apuntarte aquí.
Coincide que en las últimas tres semanas (dos de ellas, en plenas fiestas navideñas), tres personas se han acercado, con sus reflexiones y problemas, cuando aprovecho para estar unos minutos en una soledad buscada en el banco que hay enfrente de casa. Ellos no saben que salen en esta newsletter, ni yo sus nombres. Pero me permito reproducir lo que me dijeron para que, después de tantas fiestas, seres queridos y regalos, podamos parar un momento a pensar en la soledad involuntaria que nos rodea.
Tiene unos 50 años, acento de algún país de América Latina y una maleta en la mano. El hombre empieza a decir:
– Perdone, ¿sabe qué día es hoy? – Sí… Viernes, 22 de diciembre. – Ah, aún no es Navidad… Acabo de salir del hospital y mi madre no me espera hasta el 24. Me va a decir que si me he escapado. Perdón, eh, que estoy un poco desorientado por la medicación.
La semana siguiente, ya con menos sorpresa, otro hombre, también en la cincuentena, se aproxima con el cuerpo desgarbado y algunas dificultades para hablar:
– ¿Tendrías un cigarrillo?, pregunta sentándose en el banco. Vengo de la cárcel. Visto ahora, no se está tan mal en la sala viendo la televisión, por lo menos hace calor.
Acto seguido, pregunta:
– Cuando te casas, uno se acaba haciendo a esa vida, ¿no? – No lo sé, hay personas que no.
Finalmente, el sábado pasado, una mujer de pelo rubio y tez pálida se sienta en el mismo banco, suspira y con la voz entrecortada confiesa:
– Es muy fuerte que con 44 años y después de haber ido al psicólogo te des cuenta de que he sido maltratada toda mi vida. (...) Mi madre siempre ha estado muy enferma: sufre una neurosis compulsiva.
En un periodo en el que se repiten los tradicionales mensajes de amor al prójimo y solidaridad, imposible no acordarse de Cuento de Navidad, de Charles Dickens, en el que un ávaro anciano es visitado por tres fantasmas -de su pasado, de su presente y de su futuro- y con su ayuda logra recuperar los valores que había perdido.
Los protagonistas de estas conversaciones en el banco seguramente solo esperaban que el espíritu navideño obrara a su favor con un cigarro o un poco de comprensión. Pero es inevitable pensar en si hay algún mensaje detrás.
Vivir en un entorno urbano, como Madrid, puede provocar un mayor riesgo para la salud mental, tal y como explicaba el domingo Daniel Mediavilla en este diario. La red de contactos, la contaminación o el ruido son algunas de las variables a tener en cuenta como desencadenantes de dolencias psíquicas. Sin olvidar que en el mundo rural también se sufren carencias.
Uno de los vecinos con quien me cruzo a diario es un hombre sin hogar que tiene montada una tienda de campaña improvisada desde hace meses, o incluso ya más de un año, en una calle principal del barrio. Es una de las 1.032 personas sin techo que tiene contabilizadas el Ayuntamiento en Madrid. Sirvan estos testimonios y estos datos, simplemente, para pensar. “Haré honor a la Navidad en mi corazón y procuraré mantener su espíritu a lo largo de todo el año”, decía el egoísta Ebenezer Scrooge en el cántico de Dickens. |
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