Esta es la newsletter de Madrid. La escribimos un grupo de redactores de EL PAÍS que cada día ponemos a prueba por la vía empírica la máxima De Madrid al Cielo. La enviamos de lunes a jueves a las seis de la tarde, y los viernes, dedicada a propuestas de cultura para el finde, a mediodía. Si no estás suscrito y te ha llegado por otro lado, puedes apuntarte aquí.
Enero es un mes tan triste, tan lúgubre, con tan mala reputación, que llega un momento que da la vuelta a su propia mala fama y se convierte en el mejor mes del año. Sinceramente, no se me ocurre un plan mejor que coger vacaciones a finales del primer mes del año en Madrid, cuando ya a nadie le apetece comprar nada y el alumbrado chillón de la fiesta de Jesusito se ha apagado totalmente.
Es cuando se pillan mejores chollos en las rebajas. También es cuando los propósitos de año nuevo aún son proyectos con ciertos visos de credibilidad. Enero es un mes de mierda, pero ojo con él. A veces ofrece salidas de emergencia. Yo ayer, por ejemplo, fui al dentista a Moratalaz. Cuando emergí de la estación de Vinateros en la calle Arroyo Belincoso, el gresite azul y verde que recubre las paredes del centro cultural Chillida me pareció más apagado que nunca. Las ramas de los castaños de indias estaban totalmente desnudas y, en el suelo, ya ni hojas había: solo ese brillo melancólico que devuelven los baldosines grises cuando llueve. Sentada en la sala de espera, me quedé embobada mirando los ascensores externos de una hilera de viviendas de protección oficial. En Madrid se puede conocer la renta de un barrio observando si el elevador corre por dentro del edificio. En las zonas más humildes son anexos añadidos. El orgullo de clase también es subir pisos a pie.
Salí del sacamuelas deprimida, porque me metió un buen clavo y la cosa no mejoró porque pasé por delante del Bar Biarritz, uno de mis favoritos del barrio, y comprobé que lo han cerrado para siempre. Me gustaba mucho este chuchitril, donde ponían un pincho de tortilla infame pero una cerveza muy bien servida. Su barra hacía una curva bellísima y su nombre me parecía una improbable promesa de verano, todo muy de peli de Fernando León de Aranoa.
Me marché de Moratalaz con enero bien metido en el tuétano y, al llegar a mi barrio, pasé por delante de los cines Verdi. Eran las cinco y media de la tarde y, aunque aún no había oscurecido, todo estaba oscuro. Así que me atrajo la luz cálida del ambigú, en cuyos silloncitos esperaban dos señoras (como yo, solo que más mayores). Vi que ponían la última de Alexander Payne y me lancé a la taquilla. Estaba cerrada. Me llevé un chasco terrible, pero un claro se abrió de pronto.
En medio folio pegado sin mucho entusiasmo al cristal ponía: “Los martes vendemos las entradas en la cafetería”. En la cafetería me compré un refresco de limón, unas palomitas recién hechas y, por supuesto, la entrada. Cuando me senté en la sala 2, se apagó la luz, sonó la música de la red europea de salas de cine y empezó la película. Fue como si saliese el sol. |
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