No solo se podía vivir sin móvil, también sin fijo. En la casa de mis abuelos maternos no había teléfono, ¿quién lo necesitaba? Si ocurría algo urgente estaban los de los vecinos que sí tenían: el señor Juan (sus nietos, Dani, Elena y Laura, aparecen en la foto con mi hermano y conmigo. No es una imagen de verano, sería Semana Santa. Antes no nos hacíamos tantas fotos como ahora) y Luis y Angelines. No recuerdo que los usáramos para hacer ninguna llamada urgente ni tampoco recibimos ninguna. Eso sí, cada miércoles religiosamente y siempre después de las diez de la noche, que era más barato, íbamos a la cabina de la plaza a llamar a Madrid. Con una moneda de 20 duros (0,60 euros) valía para dar el parte, pedir lo que se necesitara a quienes venían el fin de semana y hasta podía sobrarte tiempo.
El resto de las relaciones con el exterior del pueblo eran por escrito. Esas típicas cartas que enviabas a tus amigas del cole, una cada verano, la única comunicación que tenías desde que nos daban las vacaciones en junio hasta la vuelta en septiembre.
Queridos Reyes Magos, quiero veranos y Navidades como los de mi infancia…
Y no, no sonaban los teléfonos, pero sí, las campanas: cada hora, cuando llamaban a misa (tres avisos), si había algún incendio (un repique muy rápido) y cuando tocaban a muerto (mucho más lento)... La casa donde pasaba los agostos tenía un lugar privilegiado para saber que alguien había fallecido, estábamos a las afueras y, desde allí, veíamos el camino y la entrada del cementerio, que estaban al otro lado de la carretera (la 501). En ese momento estábamos al final del pueblo, por las noches veíamos el resplandor de las luces de los coches, ahí aprendí que eso nos impedía ver mejor las estrellas. Pero esto cambió en cuanto llegó la ITV, se instaló allí una gran nave, perdimos las vistas al camposanto y el polígono industrial comenzó a crecer. Antes estaba allí solo la cooperativa de vino, así conocí lo que era una cooperativa y cómo era un pesaje de camiones. ¡Hasta de leyes aprendí!, pero esto con el rollo de la plaza de España que, históricamente, indicaba que los representantes municipales podían impartir justicia.
Salgamos otra vez a las afueras: se asfaltaron las calles; el centro siempre lo había estado, pero esa lejana periferia, no. Recuerdo esos días, en pleno agosto, qué calor con esa cantidad de camiones, ese olor a alquitrán… Podríamos ir más rápido con la bici, menos baches, pero claro, más coches; y estos suponían más peligro que los baches y el barro.
Y antes del vino estaban las parras, qué buena sombra daban y qué ricos los tallos en primavera verdecitos y tiernitos con un poco de sal, las zanahorias recién sacadas de la tierra y los tomates cogidos de la mata sin lavar siquiera (las zanahorias sí las lavaba en la manguera, que tenían tierra pegada). ¿Cómo distinguiría hoy una planta de cebolla de una de zanahoria; una tomatera de la planta de las judías o de los pepinos? ¿El membrillo, del almendro, de la higuera o del níspero si no tienen frutos? No sé dónde hubiera aprendido eso si no es en aquellos agostos y tengo claro que jamás hubiera probado una tortilla de collejas o una ensalada de cardillos con ajo picadito.
Llegaba el final del verano y la tristeza en ese camino de vuelta era insoportable, como lo era la de la tarde/noche del 6 de enero cuando ya todo se había acabado y solo quedaba recoger juguetes.
Mientras, y si pueden, disfruten de lo que queda de Navidad como si fueran niños. Y mi deseo de año nuevo: momentos como aquellos meses felices de la infancia. |