Esta es la newsletter de Madrid. La escribimos un grupo de redactores de EL PAÍS que cada día ponemos a prueba por la vía empírica la máxima De Madrid al Cielo. La enviamos de lunes a jueves a las seis de la tarde, y los viernes, dedicada a propuestas de cultura para el finde, a mediodía. Si no estás suscrito y te ha llegado por otro lado, puedes apuntarte aquí.
Hay una tienda de ropa bonita, un par de negocios de muebles y muchos restaurantes de moda. No son tanto destino como excusa. Siempre encuentro alguna para acabar paseando por el barrio de Salamanca, uno de los más bonitos de Madrid. Las aceras son anchas y limpias. Los edificios se alzan, imponentes y recargados como tartas nupciales. A veces, termino el paseo en una de esas cafeterías centenarias donde quedan las señoras bien para merendar y ponerse al día. Sus escaparates exponen pasteles como joyas, pequeñas piezas de orfebrería hipercalórica. Las sillas de sus terrazas se colocan alineadas contra la pared, mirando hacia afuera, en lugar de distribuirse en círculo alrededor de la mesa. Como en un café de París. Como en un desfile de moda. No invitan tanto a la tertulia como a la observación, a practicar el secular arte de ver y ser visto. A eso me dediqué el jueves pasado, cuando me desplomé en una silla con mi café.
Pronto me fijé en un padre que paseaba sin prisa (nadie parece tener prisa en este barrio) con su hijo adolescente. Eran fotocopias, no tanto en lo genético como en lo estético. Vestían de una manera formal, apolillada y vagamente campestre: el tipo de ropa que lo mismo te vale para un casual friday en la consultora que para un domingo de montería. Eran pijos, vaya.
Todas las ciudades tienen pijos, pero estos son especialmente llamativos en Madrid, donde muchos barrios pudientes son compartimentos estancos, ajenos a las influencias externas, donde lo pijo se ha convertido en aspiracional, un rasgo del que estar orgulloso, que se exagera hasta la caricatura. Los pijos no juegan a ser bohemios, ni se disfrazan de hípsters, como sucede en Barcelona. No se mezclan ni se contaminan de otras influencias como pasa en ciudades de tamaño medio como San Sebastián o Valencia. Aquí hay más mocasines, más politos ribeteados de rojigualda, hay más chalecos acolchados. Son pijos sin diluir, un Avecrem de lo Cayetano.
En general, me intrigan los pijos porque no acabo de ubicarlos. Se los considera una tribu urbana, un concepto que estaba muy de moda en los primeros dosmiles, pero que se ha ido difuminando con la atomización de la cultura. No ha sucedido con ellos, impermeables a cualquier cambio. Las tribus urbanas componían una estética compartida que iba formándose en torno a una afición o un género musical. Al llegar a la adolescencia, uno empezaba con el monopatín, la cocaína o la romantización de la tristeza y acababa haciéndose skater, bakala o emo. Era la evolución natural.
Todo esto no aplica a los pijos. Ellos consumen la música que hacen sus iguales. Eligen los deportes no por afición sino por coste y proyección social. No hay una pasión compartida bajo sus abrigos Barbour o sus zapatillas Pompei. No hay un interés común o una cultura compartida, solo dinero y estatus.
Otro rasgo del pijerío que me interesa es la ausencia total de rebeldía en su génesis. La mayoría de adolescentes acaban eligiendo su estética por oposición al sistema o a los padres, que a esa edad vienen a ser lo mismo. No quieren ser definidos por la sociedad y empiezan a contarse ellos mismos. Y la forma más fácil y rápida de hacerlo es a través de la estética. Pero con ellos esto no sucede: uno no se hace pijo por rebeldía, sino por herencia. Es una identidad que no nace para matar a los padres, sino para imitarlos. Y me sorprende que un adolescente, en lugar de rebelarse contra el mundo, crea que la mejor forma de encajar en él sea disfrazarse de emprendedor o de divorciado. Que elija ya a esa edad un fondo de armario y que este no cambie en función del tiempo y la moda. Que compre una y otra vez la misma prenda a lo largo de toda su vida, como si fuera uno de Los Pitufos o el maldito Mickey Mouse.
Porque esta es la única tribu urbana que no se circunscribe a la adolescencia. No hay muchos hombres de mediana edad que se definan como bakalas; sería extraño ver a un jubilado otaku o unos padres de familia punkis. Sin embargo, los pijos lo son para siempre. Tanto, que su condición se refleja en sus DNI, con nombres clónicos que se convierten en mofa, como en su momento lo fue Borjamari y hoy en día lo es Cayetano. Con apellidos que se juntan hasta el paroxismo, tan largos que más que apellidos parecen subordinadas.
Hablo de los pijos y no estoy usando un masculino genérico: me refiero a un fenómeno eminentemente masculino. Las mujeres pijas tienen algunos rasgos estéticos en común. En su look hay perlas, sombreritos estrafalarios y algo de crochet blanco en verano. Pero existe mucha más variedad (y gusto) entre las mujeres. Hay moda y evolución en su ropa, hay margen de elección. La pija es más libre, especialmente cuando llega a cierta edad y se convierte en una señora bien de esas que suelen venir a las cafeterías del barrio de Salamanca. Los hombres pijos, por el contrario, alcanzan cotas de homogeneización propias del ejército o de colegio privado (puede que haya un patrón ahí). Más que vestidos, van uniformados. No quieren formar parte de un grupo, sino mimetizarse hasta desaparecer. Enterrar su personalidad bajo capas y capas de ropa de marca.
Y concluyo que igual esto de ser pijo da cierta paz mental. En un mundo que no para de evolucionar y cuestionarse, tener unos valores y una estética imperecederos presupone cierta vagancia mental, sí, pero también da tranquilidad. Un poco de estabilidad ante un futuro inestable. Un fachaleco salvavidas para flotar en medio de toda esta zozobra existencial. Ojalá ser pijo, resuelvo dándole un último sorbo al café. |
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