Esta es la newsletter de Madrid. La escribimos un grupo de redactores de EL PAÍS que cada día ponemos a prueba por la vía empírica la máxima De Madrid al Cielo. La enviamos de lunes a jueves a las seis de la tarde, y los viernes, dedicada a propuestas de cultura para el finde, a mediodía. Si no estás suscrito y te ha llegado por otro lado, puedes apuntarte aquí.
En Madrid ya no se puede improvisar. Es muy probable que últimamente os hayáis topado con esta expresión. Se la habéis podido escuchar a alguno de vuestros amigos en un bar o restaurante donde habéis conseguido sentaros por los pelos, porque llegasteis sin reserva o porque no habéis logrado comprar entradas para un artista que tocará en un gran estadio dentro de año y medio. Durante Semana Santa, me han llegado dos alertas en el móvil de reportajes (uno deEl Mundo y el otro de la SER) que hablaban de este fenómeno. En parte, se explica porque los hábitos que han cambiado a raíz de la pandemia, cuando, a causa de las restricciones, los españoles aprendieron que sin reserva no podían ir a ningún lado. Un hábito que se ha quedado, incluso en sus formas más extremas: reservar para sentarse en un taburete en la barra o para comer en un puesto de mercado. Claramente, no hemos descubierto la pólvora. Las reservas o preventas de entradas existían desde hace mucho antes de la llegada de la covid-19. De hecho, recuerdo haber pasado mis vacaciones de la Navidad de 2019 buscando y llamando restaurantes por Madrid en vista de la primera visita de mi familia (abuelos, tía y primos) a la ciudad. La diferencia está en que, mientras resulta claramente necesario reservar para asegurarte una mesa de 10 personas, ahora tienes que pensar con mucha antelación incluso planes para dos. Hace un mes recibí una buena noticia que tenía a que ver con mi trabajo, y la primera cosa que pensé fue ir a celebrarla con mi pareja en un restaurante del centro que, en mi modesta opinión, prepara la mejor tortilla de patatas de Madrid. Quería que fuera ese sitio en particular porque cuando hace cuatro años recibí la noticia de que había entrado al máster de periodismo, fui allí con la que era entonces mi compañera de piso. Y volví por la graduación con mis padres. Sabía que, desde entonces, este sitio se ha vuelto superpopular, pero aun así me quedé muerta cuando, en la página de las reservas, vi que la primera fecha disponible para cenar era dentro de un mes. Y este tampoco me parece el único problema del sistema salvaje de reservas. Lo que de verdad me parece aberrante es que, incluso una vez que has conseguido sentarte a comer, entra en escena otra costumbre pospandémica: la de ponerte un límite de tiempo a la comida. Hay sitios que lo escriben expresamente en las condiciones de reserva: usted tiene una hora y media (es lo más común) para tragar, pagar y dejar la mesa libre. Me parece terrible, pero al menos son honestos. Peor me pongo cuando me doy cuenta de que me están obligando a salir de allí en una hora. Por ejemplo, cuando no te dan ni tiempo de acabar un plato cuando ya están sirviéndote otro. O que te vienen a traer la cuenta cuando aún tienes media botella de vino por acabar. Una hora y media es tiempo de sobra para comer algo en un puesto de mercado, pero hay veces que uno decide pagar un poco más para sentarse en un restaurante y disfrutar no solamente de la comida, sino también del ambiente y de la compañía.
Sin embargo, parece que esperar un mes para cenar en tu restaurante favorito tampoco es suficiente para garantizarte una mesa por más de una hora y 10 minutos, que es exactamente cuanto tardé el domingo en acabar mi cena de celebración. La pandemia en Madrid ha marcado el fin de la improvisación, pero también de la sobremesa. |
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