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Cuando Irene terminó de aceptar con resignación que el ajo se le había vuelto a quemar por no controlar la fuerza de los fogones del pueblo, subió directa a la habitación de matrimonio en busca, tal vez, del consejo divino de la abuela Soledad.
En el viejo cuarto, de techo bajo y no mayor tamaño que una celda, Irene se sentó en el colchón, escuchó cómo se retorcían los muelles y, mientras se agarraba al cabecero de aluminio, observaba su rostro decepcionado en el espejo del armario. Al rato. se tumbó sobre la almohada para recorrer con las yemas de los dedos esos mantelitos de punto de cruz que Soledad bordó para las mesillas de noche. Como si allí se concentraran todos los recuerdos de la abuela, Irene acarició de punta a punta los hilos, recreándose en los nudos y acabados de las esquinas hasta que el sueño detuvo su mano y la dejó inmóvil.
Inmersa en la levedad del sueño, donde todo lo que puede salir mal saldrá mal, Irene se levantó de la cama y se miró en el espejo antes de empezar a abrir con impulsividad los cajones, cotillear en el arcón y en las baldas, donde se acumulaban fotos de época y relojes sin cuerda con la esperanza de encontrar uno de esos mantelitos que tan bien le vendrían en su nuevo piso de estudiantes. No tuvo suerte y, sin embargo, guiada por la inquietud de rebuscar en lo prohibido, decidió continuar explorando. Empezó a abrir algunas cajas precintadas, a sacar abrigos, vestidos o zapatos que iría probándose frente al espejo como cuando jugaba a “disfraces” con sus primos Javier y Ana los domingos de comidas familiares.
En un bolsillo de una chaqueta de cuero encontró una ristra de papeles tamaño cuartilla bastante bien doblados. La parte más legible era el título, que decía así: “Teléfonos apagados”. A medida que Irene pasaba las hojas, comprobó que aquello era una agenda de contactos de personas que había visto morir en Buenaventura y a los que siempre que pudo acompañó hasta el cementerio que marcaba el final del pueblo.
En una especie de cursiva y con caligrafía muy cuidada, aparecían los nombres y teléfonos personales de aquellos que, cada vez que fallecían, los hijos de Soledad —e incluso la misma Irene— le borraban a la abuela de la memoria de su móvil para evitar que se confundiera. Ahí estaban, por ejemplo, Beatriz: 623 90 42… Manolo: 697 11 11… Amparo 614 92 33… Aquilina: 688 45 62… Satu: 653 88 92… Millán: 635 28 44… María: 600 97 53.
Soledad, en parte por la vergüenza de que los difuntos pudieran sentir que los estaba sepultando para siempre, anotó en riguroso secreto a sus seres queridos en esas pequeñas cuartillas para, en ciertas noches de silencio sepulcral entre bolillos, empezar a repasar la lista, llamar uno por uno y preguntar “qué tal estás, tía Amparo, abuela Beatriz, prima Aquilina…” antes de que una voz extraña le contestara: “El número al que llama está apagado o fuera de cobertura”. La nieta recorrió todos esos nombres hasta llegar a la última página, donde aparecía escrito, con letra mayúscula YO, SOLEDAD: 626 02 26…
Irene se despertó ayer por la mañana con el ruido de la radio de su compañera de piso. Sintió por dentro una gran pena que nada tenía que ver ya con el ajo tostado. Tenía el cuello pegado a la almohada y un sudor frío le bajó hasta el pecho al escuchar que la locutora anunciaba el día y la hora. Encendió el móvil y buscó en la agenda el número de la abuela. Quiso decidir por sí misma que Soledad no había muerto y volver juntas a los fogones de Buenaventura. Allí no había nada. Irene, desplomada, se maldijo al caer en la cuenta de que lo había borrado.
Soledad murió un 11 de marzo en Buenaventura acompañada de su marido y sus hijos hace ya 20 años, sobre las siete de la mañana, poco antes de que la estación de Atocha en Madrid fuera el epicentro del terror y apenas unos minutos antes de que miles de personas rezaran para no encontrarse al otro lado de la línea un teléfono apagado o fuera de cobertura. Unas últimas llamadas, como tantas otras, para intentar revivir a los muertos. |
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