La realidad es abrumadora. En ocasiones, parece no haber lugar hacia donde mover el cuerpo, y lo sentimos más que las ofertas amortiguadoras que nos permiten mantener las cosas tal cual las conocemos. Personalmente, y esto es reciente, me gusta entender la crítica —o el pensamiento crítico— lo más distante posible de la queja, y acercarle más a la propuesta. Es complejo, pero pensar es siempre un reto, si no entonces es otra cosa. Tener respuestas universales y genéricas, por decirlo superficialmente, no es atractivo.
1. Libertad … de mercado
La libertad es cada vez un concepto más difuso. Bajo cierto criterio, pareciera que con el capitalismo tardío se han conocido "más" libertades que nunca antes en la historia. Esto es muy debatible. Y más allá, bajo la constante hipervigilancia contemporánea, la libertad se corresponde con el nivel de consumo: puedes desplazarte y escoger entre marcas, surfear entre opciones y ser revolucionario comprando un skin care cruelty free traído del otro lado del mundo. Puedes elegir qué ver o escuchar, cómo vestir, el tipo de leche que quieres tomar, y ser lo alternativo de lo alternativo. Lo que consumimos parece ser el parámetro moral y nuestro índice de libertad. Esto es doloroso y ofensivo, y antes de celebrar cualquier argumento en favor de la supuesta libertad ("viva la libertad, carajo") quiero que pensemos en otro rostro de la libertad más viejo y también más accesible.
Me parece que el primer síntoma de la libertad no son las millas que te da una tarjeta de crédito, sino la desobediencia, un ejercicio natural que vamos perdiendo en la medida que entendemos cómo funcionan ciertas cosas; en teoría para que todo sea más llevadero, pero este tren del progreso ya va descarrilado. Para desvanalizar la libertad habría que alentar la desobediencia. Y entre sus múltiples caminos, encuentro que la curiosidad y la inconformidad pueden ser las llaves de la jaula dorada. La táctica de nuestro sistema es cooptar la imaginación. 'Nada fuera de esto es posible, y si lo hay no es deseable'. Este tipo de premisas, encubiertas en tantos lugares como es posible, son desalentadoras, y nos hacen participes del derrotismo y la apatía que nos impiden trastocar las mismas lógicas que despreciamos.
Contra esto quiero compartir una de mis más frecuentes fantasías, que puede parecer ingenua pero es ambiciosa: formularnos preguntas difíciles y juntarnos con otras a responderlas. Lanzar todas las preguntas complicadas e incómodas, mirarnos a la cara y practicar el diálogo y la escucha como nuestro único y último recurso. Tomarlo en serio, sentarnos a atender toda la paleta de emociones, sabernos afines pero diferentes, disipar la guerra verbalizando el conflicto hasta agotarnos, no poder hacer más nada que parar a comer, descansar y hacer silencio para digerirlo todo. Y después volver a palabrear. Puede ser inútil, y aun así quizá es lo que necesitamos.
Pero, ya fuera de la fantasía, está bueno lanzarnos a rumiar algunas preguntas: ¿podríamos parar esta máquina? ¿cómo hacer para participar menos? ¿qué cosas dejar de lado y cuáles sumar?
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