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Si un árbol cae en un bosque y nadie está cerca para oírlo, ¿hace ruido? Esta paradoja filosófica lleva planteándose desde finales del siglo XIX. Es imperecedera porque no tiene respuesta, es lo que se conoce como una conjetura infalible. Einstein planteó una similar al preguntar si la cara oculta de la Luna existe aunque nadie pueda verla, o un autor apócrifo al asegurar que los desiertos crecen de noche. Rebate tú eso. A todos estos sugerentes ejemplos cabría añadir ahora uno mucho más pedestre: si se tala un árbol en Madrid, ¿hace ruido?
Los vídeos parecen sugerir que sí. Esta semana se han viralizado los de la tala en Madrid Río, una obra que pretende llevar el metro hasta el parque más bonito de la zona, aunque en el proceso se tenga que terminar con el mismo parque. Las motosierras zumban mientras chopos y cipreses se precipitan al vacío. No solo hacen ruido, casi se podría decir que gritan, duele escuchar los troncos muertos impactar contra el suelo mientras la sierra sigue con su ronroneo asesino. Pero nadie en el Ayuntamiento parece estar escuchando.
Madrid tiene un alcalde que entiende los árboles como un estorbo, no como una solución. Que los tala o los ahoga en alcorques de cemento como si fueran farolas. En el histórico parque de La Cornisa ha segado más de 25 para regalar a los vecinos una explanada de tierras de diferentes texturas. En la plaza de las Comendadoras, ha sustituido los frondosos pinos por unos palos esmirriados. En Tirso de Molina, ha retirado las hiedras para dejar los parterres yermos. Filomena y Almeida son la pareja letal, el terror de los parques. Entre los dos, han acabado con 80.000 árboles maduros de un total de 400.000. Se diría que el alcalde está dispuesto a arrasar con toda la vegetación y a sustituirla por muñecacos de meninas, que es lo único que florece con profusión micológica en esta ciudad entregada al cemento.
Repasé los vídeos de la tala con un horror hipnótico, como quien ve una snuff movie. Y, después, decidí ir al lugar del crimen. Me colé entre las vallas para ver con mis propios ojos el nuevo bosque de tocones de Madrid Río. Y recordé una cosa que me enseñaron de pequeño: solo puedes saber cuántos años tiene un árbol una vez muerto. Como señoras coquetas, no revelan su edad más que en el epitafio. Tienes que contar los anillos que se superponen en el interior de su tronco. Parecen eras geológicas. Decenas de arbolitos fosilizados descansando en el corazón de un árbol grande, que atesora las siluetas de sus versiones más jóvenes, la sombra de lo que fue.
De pequeño, creía que esta idea también era aplicable a los humanos. Que, debajo de mi piel, se escondían las pieles de mi pasado. Que si me hubieran cortado el brazo, me habrían leído los dos, los cuatro, los seis años. Que el niño interior era algo inquietantemente literal y que su cadáver estaba fosilizado en mis entrañas. Me costó entender que somos más parecidos a las serpientes que a los árboles. La piel se nos escama y se nos cae, se convierte en el polvo que luego hay que aspirar y quitar de los muebles. Las pelusas que se acumulan bajo la cama, la capa de porquería sobre la tele, son los restos de tu yo del pasado.
Nunca me gustó esta idea. Me parecía más bonito guardar en nuestro interior lo que una vez fuimos en lugar de excretarlo, barrerlo y tirarlo a la basura. De mayor (cuento ya 40 anillas dentro de mi cuerpo) sigo renegando de esta idea y me veo más como un árbol que como una serpiente. Incluso me he comprado una roomba para que en mi casa no haya ni una mota de polvo que me recuerde mi mentira.
Mientras paseaba por ese paisaje muerto, me entretuve contando las anillas de los árboles, como si alguien me hubiera cortado el brazo y me estuviera contando las propias. Recordé un septiembre de hace siete años, cuando celebré, bajo su cobijo, unas fiestas de la Melonera especialmente bonitas. Un invierno de hace tres, cuando mi perro, entonces cachorro, levantó la patita por primera vez y marcó uno de los chopos. Me gustaba esa hilera de árboles viejos y señoriales. Bajo su sombra se celebraban infinidad de cumpleaños infantiles, torneos de petanca, clases de crossfit, conciertos y funciones de títeres. Ahora, en su lugar, solo habrá cemento. Esperemos que al menos le pongan unas meninas.
El 6 de octubre de 1959, un cohete ruso surcó el silencioso océano espacial. Transportaba en su interior la sonda Lunik 3, que hizo las primeras fotos de la cara oculta de la luna. Existía, aunque podría rebatirse que había alguien, una sonda, para mirarla. Ninguna conjetura es infalible. Unos años más tarde, un filósofo listillo salió a dar respuesta a la paradoja del bosque silencioso. “Para que la caída de un árbol produzca ruido se necesita una entidad capaz de escuchar”, dijo, en la que hoy es la solución más extendida. Así que, extrapolando las experiencias de cohetes rusos y filósofos listillos al tema que nos ocupa, podemos concluir que no. Ni los árboles talados ni las ensordecedoras motosierras de Madrid parecen hacer ruido alguno. |
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